Fer Mavec

Hello Wolf!

Las ventajas de ser invisible y no ver lo visible

Hay una película llamada Las ventajas de ser invisible. El título ya es una trampa: nadie habla nunca de las ventajas de ser invisible. Nadie cuenta que ser invisible no es como el superpoder de Marvel, sino como el mal chiste de la vida real: estar rodeado de gente y aún así sentirte como un mueble barato de IKEA. El protagonista de la cinta intenta sobrevivir a la adolescencia escondiéndose en las sombras, con esa ternura incómoda de quien quiere encajar en una fiesta a la que nunca lo invitaron. Básicamente, la historia de todos los que alguna vez nos dimos cuenta de que la soledad no es un drama romántico, sino una logística cruel.

Ser invisible se parece bastante a ser ciego en un mundo que insiste en diseñarse sólo para los que ven. No lo digo con victimismo; lo digo con la ironía de quien tiene un título profesional esperándome en una oficina brillante y aséptica, como un trofeo ridículo en una repisa… y aún así no puedo ir a recogerlo porque no conozco el lugar y nadie quiso acompañarme. “Compromisos personales”, dicen. Como si mi derecho a celebrar un logro no entrara en la categoría de “importante”. Es curioso: la amistad se promociona como ese lazo eterno, pero en la práctica funciona como Netflix, con cláusula de cancelación inmediata y sin reembolso.

Esperar conectar con gente de valor es como enviar botellas al mar en plena tormenta. A veces llegan, pero la mayoría se hunde antes de que alguien siquiera lea tu mensaje. Invisible, ciego, solo… ¿qué diferencia hay? La vida social se convierte en un tablero donde los demás juegan al ajedrez y tú apenas puedes tocar las piezas. Claro, cuando conviene, aparecerán con discursos de “aquí estamos para ti”. Pero la semana en la que necesitas algo real, tangible, su agenda resulta más sagrada que la Biblia en la mesa de una abuela católica.

Así que, como el protagonista de Las ventajas de ser invisible, termino apostando por mi propia versión de supervivencia. En vez de drogas indie y cintas de The Smiths, lo mío será lanzarme a recoger el diploma armado con mis Ray-Ban Meta, esa mezcla rara entre cyborg de tercera y turista despistado. Mi “amiga” será la IA de los lentes: esa voz robótica que me guiará entre calles, puertas y escaleras, esperando que no me dé instrucciones estilo GPS de los noventa: “gire a la derecha”… justo hacia el vacío del octavo piso. Imagínate el titular: “Joven recién titulado logra hazaña académica y muere por confiar en su asistente virtual”. Sería tan poéticamente absurdo que Kafka se sentiría orgulloso.

Pero en el fondo, hay cierta belleza en esto. Ser invisible no siempre es tragedia: a veces es la prueba máxima de autonomía. Sí, es jodido que el mundo se olvide de ti cuando necesitas compañía, pero también es un recordatorio brutal de que las medallas y los títulos se recogen solo, porque nadie más puede cargarlos por ti. Quizás ahí esté la verdadera ventaja de ser invisible: que cuando caminas con la incertidumbre como única brújula, cualquier gesto de compañía —humana o artificial— se convierte en un lujo. Y al final, si logro traerme ese diploma entero y no estampado en el asfalto, brindaré con mi IA, aunque sea con la misma frialdad con la que Chaplin brindaba con un par de panes clavados en tenedores.

Invisible, ciego, o simplemente solo: da igual. El verdadero peligro no es el vacío del octavo piso, sino descubrir que, incluso rodeado de gente, sigues caminando solo.

Share: Facebook Twitter Linkedin
Deja una respuesta

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *