Imagina que Gabriel García Márquez se levanta de la tumba, hojea el periódico mexicano de hoy y dice: “Carajo, me plagiaron”. Porque si algo parece sacado de un manual de realismo mágico —del más sudoroso y maloliente— es el desabasto de medicinas en este país. Una “Crónica de una Muerte Anunciada” donde la víctima no es Santiago Nasar, sino millones de pacientes que se enteran, demasiado tarde, que la farmacia del IMSS no tiene su tratamiento. Y claro, el asesino tampoco se esconde: está en la mañanera, negando que el crimen haya ocurrido.
La historia arranca con un sistema de salud que no era Dinamarca, pero tampoco Somalia. Tenía su corrupción, su grasa, su mugre burocrática… pero funcionaba. Como ese coche viejo que arranca con un empujón y huele a gasolina, pero te lleva. El Seguro Popular era un desastre maquillado, pero al menos cubría a millones. Las farmacéuticas y distribuidoras eran unas hienas, sí, pero sabían repartir la carroña. En resumen: un sistema imperfecto, no un campo de exterminio.
Y entonces llega la “transformación”. Un gobierno que diagnostica la enfermedad correctamente —corrupción— y receta como tratamiento una lobotomía con machete oxidado. Cancelan la compra consolidada, vetan a las distribuidoras expertas y ponen a la Secretaría de Hacienda a repartir medicinas como si fueran sobres amarillos. Spoiler: Hacienda no sabe ni repartir viáticos, mucho menos quimioterapias. Y cuando el caos se vuelve evidente, la solución es importada: la UNOPS, una agencia internacional que nunca había comprado aspirinas en la tiendita de la esquina y que terminó pagando tarde, mal y caro.
Mientras tanto, los pacientes con cáncer eran tratados como conspiradores golpistas, los padres llorando en aeropuertos eran acusados de marionetas de la oposición, y el presidente prometía un abasto del 96% con la misma seguridad con la que te jura un vendedor de Herbalife que su polvo te va a curar la diabetes. Ah, y la joya de la corona: la Megafarmacia. Una bodega gigante, como si la salud pública fuera un episodio de “Bodega Aurrerá presenta”.
Lo irónico es que el sexenio no heredó un desabasto; lo fabricó con obsesión alquimista. Como esos chefs que dicen odiar la comida industrial, pero terminan sirviendo hamburguesas crudas en nombre de la “autenticidad”. Y lo más cruel: no solo destruyeron lo que había, sino que vendieron la ruina como pureza ideológica. Que falte la quimioterapia, pero que no falte el discurso moral.
Y aquí estamos, 2025, con un gobierno nuevo que parece clon del anterior. Claudia Sheinbaum heredó un sistema de salud fracturado y, en vez de reconocer el cadáver sobre la mesa, decidió maquillarlo para la foto. El discurso es el mismo: todo es culpa del neoliberalismo, de los conservadores, de la “pesada herencia”. Como si la realidad fuera un villano inventado por Disney y no un niño con cáncer esperando una quimio. La Megafarmacia sigue como tótem, el ejército sigue repartiendo medicinas como si fueran municiones, y los pacientes siguen peregrinando entre clínicas donde lo único abundante es el “no hay”.
El contraste es tan grotesco que roza la comedia negra: un país que presume ante el mundo su honestidad incorruptible mientras sus ciudadanos compran medicamentos en el mercado negro. Una nación que sueña con Dinamarca y despierta en un episodio de “El Chavo del 8”, donde el botiquín de la escuelita no tiene ni Vick VapoRub.
“Crónica de una Muerte Anunciada” terminaba con la certeza de que todos sabían lo que iba a pasar y nadie hizo nada. México 2025 es igual: todos saben que el sistema de salud está roto, pero el gobierno insiste en que todo va bien, que la medicina está en camino, que el futuro ya llegó. Solo falta que nos pidan paciencia… como si la hipertensión, el cáncer o la epilepsia pudieran esperar un sexenio.
El verdadero realismo mágico es éste: un país donde la gente se muere esperando un medicamento, mientras los políticos se curan de todo con la pócima más barata del mundo: la negación.