Uno cree que los grandes retos con una enfermedad crónica son médicos. Técnicos. Bioquímicos.
Mantenerte en rango. No pasarte de carbohidratos. Pincharte sin odio.
Pero no. El verdadero reto, el más jodido, es otro: seguir aquí sin romperle el alma a los que te aman.
Tenía 17 años. Ya sabía convivir con la diabetes como quien convive con un secuestrador educado: te da ciertas libertades, pero nunca te suelta del todo.
Ese día estaba enfermo. Un resfriado, nada fuera de lo común. Mamá había salido a comprar la comida, papá trabajaba en otro cuarto.
Y yo… yo me estaba muriendo. Así, sin poesía. Como quien se apaga por dentro mientras afuera todo parece normal.
Mi papá entró al cuarto y lo que encontró no fue a su hijo: fue un cuerpo.
Frío, pálido, inmóvil.
Algo entre un cadáver y una advertencia.
No preguntó. Me cargó en brazos. Tomó las llaves. Me subió al coche como quien carga una bomba sin saber si ya explotó.
Y manejó.
Pero más que manejar, voló.
Yo lo veía a través de una niebla densa, un limbo entre el sueño, la hipoglucemia y la muerte que coquetea sin avisar.
Veía a mi papá bajarse en los semáforos, llorando, pidiendo a los autos que se apartaran, cruzando avenidas como si lo persiguiera el fin del mundo.
Y quizás sí lo hacía.
Y entonces pasó algo que no se olvida: vi a mi padre llorar.
No como adulto. No con dignidad ni control.
Llorar como un bebé. Con desespero, con sonidos que no tienen idioma.
¿Qué joven de 17 años tiene que presenciar eso? ¿Qué adolescente ve a su héroe derrumbarse por culpa de su cuerpo?
Ese día llegamos al hospital. Me estabilizaron. Viví.
Como otras veces. Como muchas más que vendrían.
Pero algo cambió.
Ahí entendí que vivir con diabetes no es solo sobrevivir.
Es no permitir que tus seres queridos se destruyan cada vez que tú estás al borde.
Ese es mi verdadero reto.
No la insulina. No el conteo de carbohidratos.
Sino el peso brutal de saber que si te caes, no solo caes tú.
Cae tu padre, tu madre, tu gente.
Cae su alma, su tiempo, sus noches sin dormir.
Ese día no me morí. Pero algo sí murió: la ilusión de que esto es solo tuyo.
La enfermedad es personal. El dolor, no. El dolor es colectivo. Y ese es el trato injusto que uno carga.
Desde entonces entendí que seguir vivo es también una forma de lealtad.
Que levantarte, aún cuando no quieres, es a veces más por los otros que por ti.
Y sí, podría rendirme. A veces quiero.
Pero entonces recuerdo ese llanto. Esa súplica muda de un padre con el volante en una mano y el miedo en la otra.
Y recuerdo que hay cosas que no se abandonan.
Ni en la peor bajada. Ni en la peor noche.
Mi mayor reto con diabetes no ha sido físico.
Ha sido emocional. Espiritual. Humano.
No defraudar a los que me cargaron cuando yo ya no podía.
No permitir que su dolor haya sido en vano.
No rendirme. No por optimismo.
Por lealtad.
Por memoria.
Por ese llanto.
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