Hay días en los que avanzo tanto en GlucoMentor que siento que merezco una estatua.
No de bronce. De pan dulce. Para poder comérmela al terminar y subir el azúcar en el proceso.
Pero la mayoría de los días… celebro que un botón cambió de azul a azul más bonito.
Y eso, amigo mío, es un triunfo.
Porque cuando estás construyendo una app, solo, con IA, visión nula y paciencia emocional en modo ahorro de batería, cualquier microavance es una jodida fiesta griega.
Le cambio el color a un botón: me sirvo un café como si hubiera ganado un Pulitzer.
El texto de AiDA se actualiza con lógica coherente: pongo música épica y me imagino dando un keynote inventado.
El modelo de lenguaje deja de responder como si fuera un mesero confundido: lloro un poco, pero de emoción.
Y sí, a veces ese mismo feature se rompe al día siguiente.
Porque claro, esto es software.
Todo lo que funciona hoy es una mentira que explota mañana.
¿Creías que ya resolviste un bug?
Prepárate: dejó crías.
Pero cada avance, por mínimo, me recuerda que esto está avanzando.
Aunque nadie lo vea.
Aunque nadie lo aplauda.
Aunque el único testigo sea Benji, que solo voltea a verme cuando levanto los brazos y grito:
«¡AI-DIOS mío, FUNCIONÓ!»
La grandeza de estos momentos no está en el código.
Está en que sigo aquí.
Que no cerré la laptop.
Que no me rendí cuando el JSON se descompuso o el LLM contestó como si tuviera hipo sintáctico.
Es como construir una catedral con palillos de dientes.
Uno por uno.
Y celebrar cada vez que uno no se cae.
Y sí, desde fuera se ve ridículo.
Pero eso es porque los demás no están en esta trinchera absurda donde una línea bien escrita puede cambiar tu ánimo, y un error tipográfico puede destruir tu fe en la humanidad.
Así se hace una app.
No con glamour.
Con migajas de progreso.
Con euforia por detalles que nadie notará.
Con el delirio necesario para decir: “esto vale la pena”, justo después de arreglar un bug que tú mismo metiste sin darte cuenta.
GlucoMentor se está haciendo así.
Paso a paso. Bit a bit.
Entre avances minúsculos, retrocesos dramáticos y celebraciones internas que harían llorar de ternura a cualquier terapeuta de burnout.
Porque al final del día, eso es construir algo real:
Saber que los grandes logros están hechos de pequeños milagros…
…como un botón que, finalmente, se ve como tú querías.