“Bienvenido a Burnout Club”
Esta es tu vida y se está acabando un sprint a la vez. Te levantas a las 5 a. m., bebes café keto con MCT y vomitas credenciales de LinkedIn, porque en Silicon Valley la vigilia es religión y el sueño, pecado venial. Yo soy Tyler Durden versión start-up: cofundador, CTO, profeta del “pivot o muere”. Y, por cierto, mi páncreas quebró antes que WeWork, mis retinas funcionan tan bien como la contabilidad de Enron y mi ansiedad cotiza al alza en Nasdaq.
Dicen que emprender es fabricar futuro; en realidad fabricas incendios con el cuerpo como yesca. El hustle porn vende serotonina de garrafón: “Trabaja mientras los otros duermen”. Hermano, yo no duermo: monitoreo glucosa a las 3 a. m., respondo Slack a las 4 y a las 5 ya estoy explicándole a mi perro guía—aka QA engineer—por qué el deploy rompió producción y mi cordura.
La diabetes no es inconveniente, es stakeholder: exige KPI de insulina minuto a minuto. La ceguera, mi maestra UX; me obligó a diseñar pantallas que un murciélago con hang-over entienda. Y la ansiedad… bueno, ella es CFO: calcula cuántos pensamientos catastróficos por segundo puede soportar el cash-flow emocional antes de declararme en Chapter 11 espiritual.
Burnout es la fiebre de los fundadores: te asa el lóbulo frontal, te deja ojeras Pantone #000000 y te convence de que la próxima feature salvará el trimestre y tu autoestima. Spoiler: no hay feature suficiente para llenar un agujero existencial del tamaño de SoftBank. Pero seguimos codificando, porque parar sería confesar que la start-up somos nosotros—y estamos glitcheados de fábrica.
¿Recuerdas la primera regla de Fight Club? No se habla de Fight Club. La primera regla de Burnout Club es negar que estás quemado. Sonríes en Zoom, ocultas el temblor hipoglucémico bajo un filtro “piel radiante” y sueltas un “¡Todo genial, equipo!”. Mientras tanto, tu corazón corre maratones y tu Apple Watch manda alertas que ignoras con la elegancia de un político ante un reporte de corrupción.
Yo predico el evangelio del “minimum viable sanity”. Itera, pero también inhala. Refactoriza código y hábitos: git push + siesta táctico-anárquica. Dile a tu ego que un pull request rechazado duele menos que una amputación por neuropatía. Y si el inversor exige horas extra, recuérdale que sin fundador vivo no hay exit glorioso—solo un obituario en TechCrunch con emojis de condolencia.
La ceguera me dio superpoder auditivo; ahora escucho las mentiras corporativas como murmullo ultrasónico: “Cultura flexible” significa trabajar domingos, “familia” es sinónimo de equity diluido y “bienestar” una suscripción a Headspace pagada en plan básico. Mi consejo: imprime esas frases en papel reciclado y úsalo de yesca para encender la fogata donde quemes tu síndrome del impostor.
Sí, soy un Tyler Durden con cap table: detesto la mediocridad complaciente, pero adoro la disrupción con fines de lucro—la contradicción que todo gurú niega y todo balance celebra. Quiero romper el sistema… cobrando SaaS mensual. Quiero libertad… con stock options. Y quiero salud… aunque mi cuerpo sea ese servidor legacy que parcha cada madrugada.
Así que, recluta, si te unes a Burnout Club recuerda: no hay trofeo para el mártir que entrega la última línea de código antes de colapsar. Hay facturas médicas, silencios incómodos y un panteón lleno de proyectos “revolucionarios” que murieron por falta de backup humano. Rompe el ciclo: apaga la laptop, inyecta insulina, abraza al perro—o al bug—y ríe de la ironía.
Porque la segunda regla de Burnout Club es: si empiezas a arder, asegúrate de alumbrar tu propia salida. Y, créeme, nada quema tan brillante como un emprendedor que aprendió a pivotar antes de convertirse en ceniza premium para el siguiente keynote motivacional.