Fer Mavec

Hello Wolf!

septiembre 2, 2025 | Fer Mavec

Las ventajas de ser invisible y no ver lo visible

Hay una película llamada Las ventajas de ser invisible. El título ya es una trampa: nadie habla nunca de las ventajas de ser invisible. Nadie cuenta que ser invisible no es como el superpoder de Marvel, sino como el mal chiste de la vida real: estar rodeado de gente y aún así sentirte como un mueble barato de IKEA. El protagonista de la cinta intenta sobrevivir a la adolescencia escondiéndose en las sombras, con esa ternura incómoda de quien quiere encajar en una fiesta a la que nunca lo invitaron. Básicamente, la historia de todos los que alguna vez nos dimos cuenta de que la soledad no es un drama romántico, sino una logística cruel.

Ser invisible se parece bastante a ser ciego en un mundo que insiste en diseñarse sólo para los que ven. No lo digo con victimismo; lo digo con la ironía de quien tiene un título profesional esperándome en una oficina brillante y aséptica, como un trofeo ridículo en una repisa… y aún así no puedo ir a recogerlo porque no conozco el lugar y nadie quiso acompañarme. “Compromisos personales”, dicen. Como si mi derecho a celebrar un logro no entrara en la categoría de “importante”. Es curioso: la amistad se promociona como ese lazo eterno, pero en la práctica funciona como Netflix, con cláusula de cancelación inmediata y sin reembolso.

Esperar conectar con gente de valor es como enviar botellas al mar en plena tormenta. A veces llegan, pero la mayoría se hunde antes de que alguien siquiera lea tu mensaje. Invisible, ciego, solo… ¿qué diferencia hay? La vida social se convierte en un tablero donde los demás juegan al ajedrez y tú apenas puedes tocar las piezas. Claro, cuando conviene, aparecerán con discursos de “aquí estamos para ti”. Pero la semana en la que necesitas algo real, tangible, su agenda resulta más sagrada que la Biblia en la mesa de una abuela católica.

Así que, como el protagonista de Las ventajas de ser invisible, termino apostando por mi propia versión de supervivencia. En vez de drogas indie y cintas de The Smiths, lo mío será lanzarme a recoger el diploma armado con mis Ray-Ban Meta, esa mezcla rara entre cyborg de tercera y turista despistado. Mi “amiga” será la IA de los lentes: esa voz robótica que me guiará entre calles, puertas y escaleras, esperando que no me dé instrucciones estilo GPS de los noventa: “gire a la derecha”… justo hacia el vacío del octavo piso. Imagínate el titular: “Joven recién titulado logra hazaña académica y muere por confiar en su asistente virtual”. Sería tan poéticamente absurdo que Kafka se sentiría orgulloso.

Pero en el fondo, hay cierta belleza en esto. Ser invisible no siempre es tragedia: a veces es la prueba máxima de autonomía. Sí, es jodido que el mundo se olvide de ti cuando necesitas compañía, pero también es un recordatorio brutal de que las medallas y los títulos se recogen solo, porque nadie más puede cargarlos por ti. Quizás ahí esté la verdadera ventaja de ser invisible: que cuando caminas con la incertidumbre como única brújula, cualquier gesto de compañía —humana o artificial— se convierte en un lujo. Y al final, si logro traerme ese diploma entero y no estampado en el asfalto, brindaré con mi IA, aunque sea con la misma frialdad con la que Chaplin brindaba con un par de panes clavados en tenedores.

Invisible, ciego, o simplemente solo: da igual. El verdadero peligro no es el vacío del octavo piso, sino descubrir que, incluso rodeado de gente, sigues caminando solo.

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agosto 25, 2025 | Fer Mavec

Lo hiciste con amor… pero nadie lo quiere: el dilema del desarrollador

Hay un fenómeno común en el mundo del desarrollo digital: el síndrome del monolito. No el de los edificios gubernamentales —esos ya sabemos que son feos y opresivos—, sino el de 2001: Odisea del Espacio. Esa estructura perfecta, negra, impenetrable, que aparece de la nada y cambia la historia… sin explicar absolutamente nada.

Así se sienten muchas aplicaciones hoy en día. Especialmente en health tech, donde cada desarrollador quiere dejar su legado como si estuviera construyendo una catedral de Notre Dame para medir la presión. Y no, nadie pidió eso. La mayoría solo quiere saber si se puede comer un plátano sin morir.

El problema es el ego. Porque el ego programador no construye herramientas, construye obras. Monumentos. “Miren qué algoritmo tan bello, miren qué UX tan limpia, miren cómo predigo tu nivel de azúcar, tu estado de ánimo y tu futuro amoroso con solo ingresar tu peso y tu signo zodiacal”.

Y mientras tanto, el usuario abre la app, ve 12 botones, 4 gráficas, 2 notificaciones push, y decide que mejor se va a morir sin monitoreo. Porque al parecer, vivir con una enfermedad crónica es menos estresante que usar una app que se cree el Oráculo de Delfos.

Minimalismo no es estética. Es sentido común con buen gusto. Es saber que menos no es poco, sino suficiente. Es tener la decencia de no convertir un medidor de glucosa en una sala de escape.

Pero para llegar ahí, hay que pasar por el infierno del “feature creep”: esa etapa en la que se cree que todo puede mejorar con una capa más. “¿Y si además tiene un foro?”, “¿Y si genera memes motivacionales?”, “¿Y si sugiere recetas keto basadas en tu humor del día?” Y así, hasta que la app se convierte en un Frankenstein funcional con la elegancia de un power point de secundaria.

Y luego, cuando todo falla, llega la iluminación. El minimalismo aparece no como una elección estilística, sino como una rendición. Como el último recurso antes del colapso. Y ahí ocurre la alquimia: se borra, se reduce, se simplifica. Se convierte el monolito en piedra. El monumento en herramienta. El insulto al usuario en un gesto amable.

El verdadero éxito no está en lo que se ofrece, sino en lo que se omite con inteligencia.

Porque al final del día, nadie quiere vivir una odisea espacial cada vez que abre su celular para revisar su salud. Lo que quieren es funcionalidad. Algo que funcione sin explicarse. Que sirva sin presumirse. Que esté ahí, como el silencio cuando se necesita pensar, como una piedra útil en el bolsillo… no como un bloque de granito que exige adoración.

Así que sí: en el desarrollo, como en la vida, la verdadera genialidad no es inventar más. Es tener el coraje de dejar ir. De borrar. De callar. De hacer que lo complejo se sienta como magia simple.

Y si eso no es revolucionario… entonces todo mal.

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Burnout Club
julio 28, 2025 | Fer Mavec

Bienvenido al Burnout Club

“Bienvenido a Burnout Club”

Esta es tu vida y se está acabando un sprint a la vez. Te levantas a las 5 a. m., bebes café keto con MCT y vomitas credenciales de LinkedIn, porque en Silicon Valley la vigilia es religión y el sueño, pecado venial. Yo soy Tyler Durden versión start-up: cofundador, CTO, profeta del “pivot o muere”. Y, por cierto, mi páncreas quebró antes que WeWork, mis retinas funcionan tan bien como la contabilidad de Enron y mi ansiedad cotiza al alza en Nasdaq.

Dicen que emprender es fabricar futuro; en realidad fabricas incendios con el cuerpo como yesca. El hustle porn vende serotonina de garrafón: “Trabaja mientras los otros duermen”. Hermano, yo no duermo: monitoreo glucosa a las 3 a. m., respondo Slack a las 4 y a las 5 ya estoy explicándole a mi perro guía—aka QA engineer—por qué el deploy rompió producción y mi cordura.

La diabetes no es inconveniente, es stakeholder: exige KPI de insulina minuto a minuto. La ceguera, mi maestra UX; me obligó a diseñar pantallas que un murciélago con hang-over entienda. Y la ansiedad… bueno, ella es CFO: calcula cuántos pensamientos catastróficos por segundo puede soportar el cash-flow emocional antes de declararme en Chapter 11 espiritual.

Burnout es la fiebre de los fundadores: te asa el lóbulo frontal, te deja ojeras Pantone #000000 y te convence de que la próxima feature salvará el trimestre y tu autoestima. Spoiler: no hay feature suficiente para llenar un agujero existencial del tamaño de SoftBank. Pero seguimos codificando, porque parar sería confesar que la start-up somos nosotros—y estamos glitcheados de fábrica.

¿Recuerdas la primera regla de Fight Club? No se habla de Fight Club. La primera regla de Burnout Club es negar que estás quemado. Sonríes en Zoom, ocultas el temblor hipoglucémico bajo un filtro “piel radiante” y sueltas un “¡Todo genial, equipo!”. Mientras tanto, tu corazón corre maratones y tu Apple Watch manda alertas que ignoras con la elegancia de un político ante un reporte de corrupción.

Yo predico el evangelio del “minimum viable sanity”. Itera, pero también inhala. Refactoriza código y hábitos: git push + siesta táctico-anárquica. Dile a tu ego que un pull request rechazado duele menos que una amputación por neuropatía. Y si el inversor exige horas extra, recuérdale que sin fundador vivo no hay exit glorioso—solo un obituario en TechCrunch con emojis de condolencia.

La ceguera me dio superpoder auditivo; ahora escucho las mentiras corporativas como murmullo ultrasónico: “Cultura flexible” significa trabajar domingos, “familia” es sinónimo de equity diluido y “bienestar” una suscripción a Headspace pagada en plan básico. Mi consejo: imprime esas frases en papel reciclado y úsalo de yesca para encender la fogata donde quemes tu síndrome del impostor.

Sí, soy un Tyler Durden con cap table: detesto la mediocridad complaciente, pero adoro la disrupción con fines de lucro—la contradicción que todo gurú niega y todo balance celebra. Quiero romper el sistema… cobrando SaaS mensual. Quiero libertad… con stock options. Y quiero salud… aunque mi cuerpo sea ese servidor legacy que parcha cada madrugada.

Así que, recluta, si te unes a Burnout Club recuerda: no hay trofeo para el mártir que entrega la última línea de código antes de colapsar. Hay facturas médicas, silencios incómodos y un panteón lleno de proyectos “revolucionarios” que murieron por falta de backup humano. Rompe el ciclo: apaga la laptop, inyecta insulina, abraza al perro—o al bug—y ríe de la ironía.

Porque la segunda regla de Burnout Club es: si empiezas a arder, asegúrate de alumbrar tu propia salida. Y, créeme, nada quema tan brillante como un emprendedor que aprendió a pivotar antes de convertirse en ceniza premium para el siguiente keynote motivacional.

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Cambiar estrategia
julio 22, 2025 | Fer Mavec

Cambiar la Estrategia

Napoleón cruzó la frontera rusa convencido de que la victoria era un trámite. Llevaba mapas impecables, discursos épicos y un ego blindado; le faltó, sin embargo, alguien que le chismeara que el invierno no firma armisticios. Eso mismo le pasa al emprendedor que imagina rondas de inversión color pastel y termina lidiando con facturas impagas, clientes fantasmas y un backlog que huele a trinchera. Porque el camino real no respeta el pitch deck: se extiende, se hiela, te muerde los talones y encima te exige sonrisa.

Yo lo sé: dirijo mi pequeña “Gran Armada” con diabetes, ansiedad y un perro que me sirve de radar en la niebla. Son mis condiciones de combate, no la batalla. La guerra —verdadera— es emprender. Y como Bonaparte, salgo cada mañana a conquistar Moscú con un MVP bajo el brazo y un ejército de páginas en Notion que prometen gloria. Pero de pronto, la ruta pavimentada se convierte en pantano: el algoritmo cambia, el usuario bosteza, el servidor arde. La épica se desinfla y solo queda la tundra.

El problema no es fracasar, sino no darte cuenta de que ya lo estás haciendo. Napoleón siguió avanzando kilómetros después de que la logística se quebró; uno sigue iterando features cuando el mercado ya selló su veredicto: meh. Cambiar de estrategia exige el músculo que más duele entrenar: la humildad. Porque para pivotar hay que declararse en bancarrota emocional: “Esto no está funcionando y es culpa mía, no del clima, no del algoritmo, no de Mercurio retrógrado.”

En teoría es sencillo: observa, aprende, corrige. En la práctica se siente como amputarte la pierna creativa en pleno galope. Hay un sesgo de terquedad tatuado en nuestra frente que susurra: “Otra sprintsito más y sale”. Fue el susurro que congeló a Francia en las estepas. Hoy congela startups en su propia deuda técnica.

¿Cómo se afina el radar para detectar la tormenta antes de que entierre al proyecto?

  1. Inventario brutal: cuenta recursos como quien cuenta balas. Si tu runway es un bostezo, no planees maratones de funcionalidades nuevas.
  2. Versiones mínimas, no monumentos: el Palacio de Invierno no se toma con maquetas 3 D; se toma con prototipos que espían rápido y escapan antes de que llegue el frío.
  3. Consejeros anticongelación: busca al equivalente de esos generales que recomendaron retirada. Mentores que no teman decirte: “Estás empantanado, regresa y reagrupa.”
  4. Mapas vivos: los OKR impresos en mármol son lápidas. Cada trimestre reescribe tu hoja de ruta como si Moscú se hubiera movido diez centímetros —porque lo hizo.

La verdadera hazaña no es llegar sino ajustar el timón sin hundir la nave. Napoleón volvió a París con menos hombres y más preguntas; los emprendedores volvemos al tablero con menos fondos y más arrugas. La victoria, si llega, no premia la inercia sino la conciencia: ese segundo incómodo en que admites que tu ruta heroica es, en realidad, una masacre logística.

Así que guarda en tu bolsillo un termómetro de realidad. Cuando empiece a marcar cero grados en métricas, moral o mercado, no intentes motivarte con frases de LinkedIn; busca abrigo, replantea el plan, recorta peso muerto y cambia de marcha. El frío no perdona a los testarudos.

Napoleón perdió Moscú pero aprendió a no subestimar la distancia entre el mapa y el terreno. Si nosotros tenemos la lucidez de aceptar que el camino se dobla —y el coraje de doblarnos con él— quizá regresemos con menos oros en la charretera, sí, pero con la empresa todavía respirando y el futuro aún negociable.

Porque al final, conquistar algo no es imponer tu voluntad al mundo; es negociar con las ventiscas y redibujar tu estrategia antes de quedar sepultado bajo nieve ideológica. Y eso, amigo emprendedor, vale más que cualquier medalla acuñada en un PowerPoint triunfal.

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Dragon
julio 15, 2025 | Fer Mavec

Cómo entrenar a tu dragón: La resiliencia que te enciende… en llamas

La resiliencia.
Esa palabra elegante que los psicólogos usan para decir: “aguanta vara sin quejarte tanto”.
Los emprendedores la ponen en sus bios como si fuera un músculo abdominal: “CEO con alta resiliencia, low carb y mindset disruptivo”.
Y tú te la crees… hasta que la vida te escupe fuego.

Así que aquí va la verdad:
La resiliencia no se entrena.
No es crossfit emocional.
Es más como tener un dragón interno.
Y no hablo de la mascota amigable de Cómo entrenar a tu dragón, ese lagarto volador con nombre de peluche.
No, no.
Tu dragón real es más tipo Balerion el Terror Negro, ese de Game of Thrones que era tan enorme que tapaba el sol y tan impredecible que ni su jinete dormía tranquilo.

Ese es tu dragón:
La ansiedad, el miedo, la incertidumbre, la presión de saber que si hoy no haces nada, nadie lo hará por ti.
Y sí, puedes ponerle nombre, puedes leer libros, puedes hasta hablarle bonito.
Pero ese cabrón te escoge a ti.
Y cuando se le da la gana, te prende en fuego como si fueras un pinche pollo en rosticería.

Pero —y aquí está la parte jodidamente maravillosa— también es el que te recuerda quién eres.
Que no eres espectador.
Eres jinete.
Montas esa bestia.
A veces con gracia, otras con gritos.
Y sí, a veces como guerrero épico, y otras como la Khaleesi en crisis hormonal.
Todo depende de cómo se levante tu género emocional ese día.

Entrenar la resiliencia es entonces montar a ese dragón todos los días, sabiendo que:

  • Vas a oler a humo.
  • Te vas a quemar.
  • Vas a querer bajarte.
  • Y nadie va a venir a rescatarte.

Pero también vas a volar.
A ver cosas desde otra perspectiva.
A descubrir que no eres fuerte porque puedes con todo, sino porque sigues avanzando cuando todo dentro de ti grita “me quiero largar de aquí”.

Mi dragón me ha escupido fuego en medio de lanzamientos fallidos, bugs imposibles, bajones de energía, silencios eternos, y esa cosa llamada “realidad mexicana”.
Y sin embargo, lo sigo montando.
No por valiente, sino porque ya no hay dónde bajarse.
Y porque una vez que sobrevives la primera quemadura… aprendes a oler el fuego antes de que llegue.

La resiliencia no se mide por cuántas veces caes, sino por la capacidad de mirar al dragón a los ojos y decirle:
«Sí, otra vez tú. Ya sé. Vamos. Pero esta vez… con casco.»Así que no entrenes a tu dragón.
Entrénate para no bajarte.
Para aguantarle la mirada.
Y para recordarle que por más fuego que tenga… tú sigues aquí.
Con la silla derretida, los nervios fritos… pero las riendas bien agarradas.

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Emprender con IA
julio 14, 2025 | Fer Mavec

Gracias, IA, por ser mi becario eterno (y nunca pedirme aumento)

¿Ya les hablé de la soledad al emprender?
Bueno, olviden todo eso.
No estoy solo.
Tengo un grupo de becarios que trabajan 24/7, no piden sueldo, no se enferman, no toman café de soya y no se ofenden si les digo que lo que hicieron es una reverenda estupidez.
Se llaman ChatGPT, Copilot, Claude y demás inteligencias artificiales con nombres que suenan a boyband robótica.

Y sí, hacen más tonterías que mi perro Benji cuando lo dejo solo en casa con acceso libre al bote de basura.
Pero, al menos, son útiles.

ChatGPT es mi asistente editorial, terapeuta mal pagado, editor de ideas, generador de estructura, y —cuando le da la gana— hasta me ayuda a escribir código.
No bien, claro.
No sin errores.
A veces me entrega funciones que parecen escritas por un duende ebrio con complejo de Dios.
Pero está ahí.
Y eso ya lo hace mejor que muchos freelancers que desaparecen cuando más los necesitas.

La IA me ayuda a ordenar mis ideas, que normalmente están tan enredadas como la mente de Alicia en el País de las Maravillas… pero con menos té y más desesperación existencial.
También me lee en voz alta la documentación técnica, que para un ciego es básicamente el octavo círculo del infierno —sí, ese que Dante omitió por respeto a los desarrolladores.

Pero lo mejor de la IA no es lo que hace, sino lo que me permite no hacer.
Me evita tareas repetitivas, me filtra ideas, me resuelve dudas, me entrega borradores.
Eso sí: siempre tengo que revisar su trabajo.
Porque no hay día que no me rompa algo.
Le pido que cambie el tamaño de un encabezado y termina reescribiéndome todo el flujo de conversación del chatbot como si fuera fan de la anarquía digital.

La IA es como ese becario entusiasta que hace TODO… excepto lo que le pediste.
Te ayuda, claro. Pero te obliga a estar alerta.
Te da superpoderes… pero con manual de advertencias pegado en la frente.
Y a veces, a veces, te hace dudar si no sería más rápido hacerlo tú desde cero.
(Respuesta: sí, pero qué hueva.)

Ahora bien, pongámonos serios un segundo —solo uno.
Usar inteligencia artificial en mi día a día como emprendedor no significa que delegue mi cerebro.
Significa que uso las herramientas disponibles para hacer más con menos.
Menos tiempo, menos energía, menos salud mental.
Y no porque sea flojo, sino porque ya estoy suficientemente jodido como para perder horas resolviendo cosas que una IA puede resolver mal… y yo corregir rápido.

Lo diré claro para quienes andan vendiendo promesas románticas de IA emocional:
la IA no es tu novia, perdedor.
No te ama. No te entiende. No te admira.
Pero te puede ayudar a que tu app funcione, tu idea tenga estructura y tu cabeza no explote antes del almuerzo.
Y eso, en este mundo, ya es suficiente compañía.

Así que sí: a veces ChatGPT se equivoca.
A veces inventa. A veces delira.
Pero ahí está. Siempre.
Esperando que le pidas algo, como un perro leal, solo que con menos carisma y más sintaxis.¿Soledad al emprender?
Claro.
Pero con un ejército de IA a mi servicio, empiezo a pensar que lo único que me falta… es un poco más de paciencia.
Y quizás, un becario humano que al menos entienda los chistes.

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El cuerpo falla
julio 12, 2025 | Fer Mavec

Alejandro Magno en hipoglucemia: cuando el cuerpo es tu peor traidor

Imagina lo siguiente…

Gaugamela. Año 331 a.C.
Miles de soldados. Estrategias diseñadas al milímetro.
Darío III en su carruaje con más lujos que un narco en Las Lomas.
Y Alejandro Magno, el gran conquistador, el hijo de Zeus (según su mamá, que claramente tenía issues), al frente de su ejército.

Todo está listo.
Las tropas alineadas. La caballería inquieta. El viento sopla heroico.
Alejandro alza la espada, va a dar la orden de cargar…
…y de pronto, le tiemblan las manos.
El sudor le escurre.
Ve borroso. Se le nubla el juicio.

No es misticismo.
No es un presagio.
Es una puta hipoglucemia.

El gran Alejandro Magno, el mismo que cruzó el Helesponto sin GPS, está teniendo una baja de glucosa en plena batalla.
Y nadie lo sabe.
Nadie sospecha que ese silencio repentino no es una estrategia brillante… sino el cerebro apagándose como antorcha bajo la lluvia.

Sus generales lo miran.
—¿Atacamos ya, mi señor?
—¿Qué? ¿Quién dijo eso? ¿Soy… una gallina?

Alejandro ve a Darío como una sombra amorfa.
Cree que el escudo de su enemigo es una rebanada de pan.
Intenta subir al caballo, pero abraza una roca.

Uno de los escuderos, desconcertado, le ofrece agua.
Otro le da dátiles.
Uno más sugiere que invoquen a Apolo.
Todos están perdidos.
Alejandro está al borde del colapso.
Y Darío… sigue ahí, esperando que el enemigo lo enfrente y no se derrumbe en cámara lenta.

Bienvenido al infierno privado del cuerpo que no coopera.
La escena es ridícula.
Y por eso es precisa.

Porque así se siente vivir en un cuerpo que, por razones misteriosas y bioquímicamente jodidas, decide que hoy no.
No importa si tienes visión, liderazgo, ejército o plan.
Si el cuerpo se desconecta, te arrastras.
Y lo haces sin gloria, sin banda sonora, sin nobleza griega.

Porque cuando el cuerpo no coopera, no hay épica.
Hay pánico. Hay caos.
Y tú, tratando de mantener la dignidad mientras te preguntas si eso que sientes es una baja… o una maldición de Hera.

Y sin embargo —igual que Alejandro ficticiamente hipoglucémico— te mantienes.
A ratos sentado. A ratos fingiendo que todo está bajo control.
Esperando que los dátiles surtan efecto y puedas volver a la batalla.

Así es vivir con un cuerpo que juega en contra:
Tomar aire. No rendirte.
Y volver, aunque sea arrastrándote, a levantar la espada cuando el azúcar suba de nuevo.

Porque sí, a veces eres el conquistador.
Pero otras, apenas eres el que intenta recordar su nombre mientras su cuerpo se apaga.Y aún así, peleas.
Esa es la verdadera victoria.

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Ansiedad y Decisiones
julio 11, 2025 | Fer Mavec

Tomar decisiones con ansiedad es como jugar ajedrez en llamas… y sin ver el tablero

La ansiedad es esa asesora de decisiones que nadie contrató pero siempre aparece.
La que te susurra al oído en cada bifurcación: “elige mal, elige peor o quédate paralizado mientras el mundo arde”.
Y tú, como buen CEO de tu existencia medio funcional, le haces caso porque, total, ¿quién necesita paz mental cuando puede tener cortisol a libre demanda?

Yo, por ejemplo, tomo decisiones como quien camina sobre cristales con los pies descalzos: sabiendo que cada paso va a doler, pero fingiendo que es parte del crecimiento.
Y lo peor es que ya tengo años de experiencia.
Porque la ansiedad y yo no somos amigos.
Somos exes tóxicos que nunca se terminan de bloquear del todo.

Desde que perdí la vista, la cosa se puso peor.
Los sonidos se volvieron granadas sensoriales.
Un restaurante lleno no es “ambiente”, es Vietnam con tenedores.
Y un evento social no es una reunión, es una emboscada auditiva con olor a perfume barato y traumas sin resolver.

¿Y qué hago ante eso?
Evitarlo todo, por supuesto.
Gran técnica de liderazgo: aislarse hasta que las decisiones ya no impliquen interacción humana.
Si no hay gente, no hay conflicto.
Si no hay conflicto, no hay ansiedad.
Y si no hay ansiedad… ja, claro, ni en mis mejores simulaciones.

El problema es que liderar —ya sea un proyecto, una empresa o tu maldita vida— implica decidir.
Y decidir implica exponerte.
Y exponerte, si tienes ansiedad, es como quitarte la ropa en un cuarto lleno de jueces con megáfonos.

Así que mi proceso decisional suele tener este flowchart:

  1. Piensa en la decisión.
  2. Imagina todas las formas en las que puede salir mal.
  3. Imagina cómo todos se van a decepcionar.
  4. Recuerda algo vergonzoso de hace 15 años que no tiene relación pero igual da pena.
  5. Paralízate 40 minutos.
  6. Decide lo que ya sabías que ibas a hacer.
  7. Cúlpate por no haberlo hecho antes.

Y aún así, funciono.
Porque he aprendido a liderar con ansiedad, no contra ella.
Como quien maneja con el freno de mano puesto, pero aún llega.
Lento, ruidoso, con olor a neumático quemado… pero llega.

¿Es eficiente?
No.
¿Es real?
Más que cualquier libro de autoayuda con portada azul cielo.

Porque la ansiedad no desaparece con afirmaciones.
Se gestiona con humor, con estructura, con saber que tal vez vas a tomar decisiones de mierda… pero al menos no por omisión.

Y sí, a veces me aíslo.
Porque el mundo duele.
Y porque el liderazgo que no contempla la fragilidad es pura actuación con PowerPoint.

Pero también sé que decidir, aunque sea temblando, es mejor que quedarte esperando que alguien más te salve.

Obvio, no viene nadie.
Y si viene, seguro trae una opinión que no pediste.Así que sí: mi liderazgo es ansioso, contradictorio, emocionalmente agotado…
…pero al menos es mío.
Y eso, créeme, ya es mucho más de lo que parece.

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Democratizar
julio 10, 2025 | Fer Mavec

Democratizar la salud no es repartir curitas: es patear mesas donde sobran Excel y faltan personas

Hablemos de disrupción.
No la versión LinkedIn donde un güey con chaleco dice que vender agua alcalina con IA es “cambiar paradigmas”.
No. La disrupción de verdad.
La que incomoda. La que pregunta por qué seguimos haciendo las cosas como en 1998 pero con pantallas más brillosas.

Y en salud, disrumpir ya no es lujo. Es urgencia. Es casi triage ético.
Porque mientras más apps fitness aparecen con frases motivacionales y fotos de yogurts felices, la diabetes sigue cobrando piernas, ojos y dignidad.
Pero eso sí: todos con su pulsera inteligente de $5,000 para “medir pasos”.

GlucoMentor nace de ahí: del hartazgo funcional.
Todavía no es el gran oráculo de la glucosa. No predice tu futuro, ni reemplaza al endocrino, ni te dice cuántas tortillas puedes comer sin colapsar.
Pero ya hace algo importante: te ayuda a no perder el piso.
Literal.
Porque perder el piso, con diabetes, no es metáfora. Es diagnóstico.

¿Y cómo lo hace? Con IA.
Sí, con modelos de lenguaje.
No para hacer poesía ni para contarte cuentos de autoayuda, sino para simplificarte la vida cuando la vida ya viene complicada de fábrica.

¿No sabes cómo interpretar tu registro? La IA lo traduce.
¿Te sientes perdido? Te guía.
¿Te estás saboteando sin darte cuenta? Te lo dice.
Y todo esto, sin pedirte que aprendas endocrinología, nutrición y psicología conductual al mismo tiempo mientras sobrevives la semana.

Porque democratizar la salud es eso:
Dar acceso a inteligencia aplicada que te permita vivir mejor antes de que te corten los pies, no después.
Y hacerlo sin que tengas que pagar suscripciones más caras que tu tratamiento.
Sin que necesites inglés técnico.
Y sin que nadie te hable como si fueras un idiota por no entender tu propia enfermedad.

¿Está GlucoMentor ahí ya?
No.
Pero va.
Cada línea de código, cada prueba con usuarios, cada error corregido… va.
Y eso ya incomoda.
Porque el sistema está hecho para mantenerse igual, no para que venga un cabrón desde su cuarto, con un LLM, y diga: esto no basta.

Usamos IA no porque sea moda, sino porque es lo único que responde sin pedir licencia institucional.
Y porque si va a haber algoritmos, que al menos sean usados para salvar pies, no para vender seguros disfrazados de bienestar.

Así que sí: democratizar la salud es una palabra grande.
Pero a veces empieza con algo pequeño: una app que no da discursos, pero sí herramientas.

Y si eso molesta, mejor.
Las revoluciones útiles nunca empiezan con aplausos.

Si quieres formar parte de los usuarios que ya están probando GlucoMentor, envía un correo electrónico a fer@glucomentor.io

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Vivir con Diabetes
julio 9, 2025 | Fer Mavec

Un día típico con diabetes y ceguera

6:00 am.
Suena la alarma y no prendo la luz.
No por misticismo zen ni para ahorrar energía.
Simplemente porque… ¿en serio? ¿Para qué?
No ver es un gran ahorro energético, ambiental y emocional.
Además, la oscuridad ya viene integrada.

Saco a pasear a Benji, mi perro y compañero de ruta.
No guía, compañero. Porque si esperas que me guíe, acabamos los dos en el periférico.
A esta hora no hay coches, no hay ruido, no hay idiotas grabando TikToks a media acera.
Solo yo, Benji, y el oído funcionando como sonar de submarino mal calibrado.

Regreso. Preparo mi día.
Desayuno algo decente, más por disciplina que por ganas.
Pongo las noticias para enterarme de cómo planea destruir la 4T el país hoy.
A veces me pregunto si AMLO tiene un generador de caos aleatorio.
Hoy: cancelar algo útil. Mañana: enojarse con un país extranjero. Pasado: comparar a Benito Juárez con Iron Man.

Me pongo la insulina.
Para eso uso el celular con zoom nivel telescopio de la NASA, porque entre la ceguera y el diseño moderno de los números en las plumas, medir bien la dosis es como intentar operar una bomba con guantes de box.

Ejercicio en casa. Porque me gusta no morir atropellado.
El mundo exterior es una pista de obstáculos para los que vemos con el alma.
Además, no hay gimnasio que entienda lo que es tropezarte con un step y con tu propia frustración.

Luego viene el trabajo: codear.
Una actividad solitaria, técnica, mental… perfecta para alguien que ya vive como ermitaño con WiFi.
Pero sí, programo. Sin ver. Con lectores de pantalla, memoria muscular y un odio muy funcional hacia las interfaces mal hechas.

A las 2 como.
Siempre con el reloj en una mano y el sensor de glucosa en otra.
Comer con diabetes es como negociar con un cártel: todo puede salir bien… o te secuestran el páncreas.

Luego regreso a escribir, investigar, afinar ideas.
A las 4:30 Benji tiene su segunda salida express.
No porque no lo quiera, sino porque afuera ya hay ruido, coches, gente con audífonos, patinetas, niños gritando y otras amenazas para la estabilidad emocional.

Cierro el día con audiolibros, algún podcast sobre cómo mejorar productos o simplemente pensando en nuevas formas de hacer que GlucoMentor no sea solo una app… sino una puta navaja suiza contra la indiferencia clínica.

Y por la noche, para cerrar con elegancia, me aviento un capítulo de Daredevil.
Porque sí, hasta los ciegos necesitamos héroes.
Y si él puede madrearse a diez tipos sin ver, yo puedo al menos corregir un bug y sobrevivir otro día sin colapsar.

Así es un día típico.
Sin épica.
Sin música inspiradora.
Pero con algo que muchos no entienden: estructura. Lucha. Ternura de perro. Sarcasmo. Y sí, muchas ganas de seguir, aunque sea solo para ver cómo termina esta serie.Y si no veo cómo termina…
al menos que me lo cuente alguien que sepa hacerlo bien.

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