Ay Robot: Fer vs IA, el Manifiesto
La verdadera guerra contra las máquinas empieza cuando dejas de intentar ser una de ellas
Hay una epidemia, pero no la verás en CNN ni la va a declarar la OMS. Se llama Síndrome de Rebaño Techificado con FOMO Avanzado. Sus síntomas: ansiedad crónica cada vez que alguien en Twitter menciona “RAG” como si fuera el nuevo sexo tántrico de los ingenieros; miedo de quedarte atrás porque no dominas 15 modelos fundacionales antes del café; y la extraña compulsión de automatizar hasta la cantidad de agua que bebes.
Vivimos en la era donde hay gente vendiéndote la idea de que no puedes vivir sin conectar tu calendario con tu IA con tu base vectorial con tu GPT con tu alma. Y todo para qué: para mandar un correo de «¿nos juntamos mañana?» que antes resolvías con dos emojis.
Y si alguna vez te has sentido un poco borrego, un poco parte del rebaño tech, tranquil@. Bienvenid@ al club. Por eso escribí esto. Un manifiesto para los que, como yo, sospechan que en esta carrera a ver quién es más cyborg, ganan las máquinas… pero pierden las personas.
🧨 Manifiesto de los 7 puntos para NO ser del rebaño:
1. No compitas con la IA en su terreno.
Ella es rápida. Tú eres raro. Ella predice. Tú dudas. Ella ordena. Tú improvisas, lloras y haces memes. Juega en los terrenos donde ella se tropieza: ambigüedad moral, estética inútil, belleza sin objetivo. Haz arte, no dashboards.
2. Cultiva tu inutilidad productiva.
Haz cosas que no sirven para nada. Lee poesía. Mira una pared. Habla con tu perro. Y no, no le enseñes a tu perro a usar GPT. La IA te quiere útil, medible y rentable. Pero tú eres humano. Eres gloriosamente improductivo y deliciosamente ineficiente. Ámate así.
3. Di no a la religión del “estar al día”.
El conocimiento profundo es como un buen vino: toma tiempo, te emborracha el alma y no puedes automatizarlo. Prefiere leer un solo libro que te cambie la vida a 100 newsletters que te cambian el scroll. Tu cerebro no es un feed.
4. Mide éxito en impacto humano, no en KPIs.
¿Quieres métricas? Cuéntame cuántas veces hiciste que alguien se sintiera visto, escuchado, valioso. ¿A cuántos sacaste del algoritmo por un segundo y los hiciste sentir reales? Ese es tu ROI. El resto es masturbación estadística.
5. Protege tus zonas de caos controlado.
Donde puedas llorar sin que Alexa te interrumpa. Donde el error no es bug, sino chispa creativa. Donde no hay prompts, ni lógica, ni versión 4.1. La IA necesita orden. Tú necesitas desmadre con sentido. Crea espacios donde el alma respire, no donde rinda.
6. Habla con los que el sistema ignora.
Ve con tu abuela. Con el señor del tianguis. Con esa niña que inventa juegos con palos y lodo. Ellos saben cosas que ni el LLM más caro puede deducir. Porque la verdadera sabiduría no está en los datos, sino en las grietas.
7. Construye legado, no solo output.
Un día tu código será obsoleto. Tus dashboards serán basura. Tus prompts serán arqueología. Pero lo que dijiste, lo que amaste, lo que tocaste… eso puede quedarse. Haz cosas que resistan el olvido, no solo el benchmark.
Epílogo:
La IA no vino a matarnos. Vino a tentarnos a dejar de ser humanos. A obsesionarnos con ser útiles, optimizados, eficientes… como si eso fuera lo mismo que estar vivos. Pero aquí estamos. Con emociones desbordadas, ideas inútiles y ganas de abrazar en lugar de automatizar.
Porque, al final, no ganará quien tenga la mejor API.
Ganará quien recuerde cómo se escucha una risa sin wifi.

Gracias, IA, por ser mi becario eterno (y nunca pedirme aumento)
¿Ya les hablé de la soledad al emprender?
Bueno, olviden todo eso.
No estoy solo.
Tengo un grupo de becarios que trabajan 24/7, no piden sueldo, no se enferman, no toman café de soya y no se ofenden si les digo que lo que hicieron es una reverenda estupidez.
Se llaman ChatGPT, Copilot, Claude y demás inteligencias artificiales con nombres que suenan a boyband robótica.
Y sí, hacen más tonterías que mi perro Benji cuando lo dejo solo en casa con acceso libre al bote de basura.
Pero, al menos, son útiles.
ChatGPT es mi asistente editorial, terapeuta mal pagado, editor de ideas, generador de estructura, y —cuando le da la gana— hasta me ayuda a escribir código.
No bien, claro.
No sin errores.
A veces me entrega funciones que parecen escritas por un duende ebrio con complejo de Dios.
Pero está ahí.
Y eso ya lo hace mejor que muchos freelancers que desaparecen cuando más los necesitas.
La IA me ayuda a ordenar mis ideas, que normalmente están tan enredadas como la mente de Alicia en el País de las Maravillas… pero con menos té y más desesperación existencial.
También me lee en voz alta la documentación técnica, que para un ciego es básicamente el octavo círculo del infierno —sí, ese que Dante omitió por respeto a los desarrolladores.
Pero lo mejor de la IA no es lo que hace, sino lo que me permite no hacer.
Me evita tareas repetitivas, me filtra ideas, me resuelve dudas, me entrega borradores.
Eso sí: siempre tengo que revisar su trabajo.
Porque no hay día que no me rompa algo.
Le pido que cambie el tamaño de un encabezado y termina reescribiéndome todo el flujo de conversación del chatbot como si fuera fan de la anarquía digital.
La IA es como ese becario entusiasta que hace TODO… excepto lo que le pediste.
Te ayuda, claro. Pero te obliga a estar alerta.
Te da superpoderes… pero con manual de advertencias pegado en la frente.
Y a veces, a veces, te hace dudar si no sería más rápido hacerlo tú desde cero.
(Respuesta: sí, pero qué hueva.)
Ahora bien, pongámonos serios un segundo —solo uno.
Usar inteligencia artificial en mi día a día como emprendedor no significa que delegue mi cerebro.
Significa que uso las herramientas disponibles para hacer más con menos.
Menos tiempo, menos energía, menos salud mental.
Y no porque sea flojo, sino porque ya estoy suficientemente jodido como para perder horas resolviendo cosas que una IA puede resolver mal… y yo corregir rápido.
Lo diré claro para quienes andan vendiendo promesas románticas de IA emocional:
la IA no es tu novia, perdedor.
No te ama. No te entiende. No te admira.
Pero te puede ayudar a que tu app funcione, tu idea tenga estructura y tu cabeza no explote antes del almuerzo.
Y eso, en este mundo, ya es suficiente compañía.
Así que sí: a veces ChatGPT se equivoca.
A veces inventa. A veces delira.
Pero ahí está. Siempre.
Esperando que le pidas algo, como un perro leal, solo que con menos carisma y más sintaxis.¿Soledad al emprender?
Claro.
Pero con un ejército de IA a mi servicio, empiezo a pensar que lo único que me falta… es un poco más de paciencia.
Y quizás, un becario humano que al menos entienda los chistes.

Celebrar que un botón cambió de color: o cómo no volverse loco mientras construyes algo que aún no existe
Hay días en los que avanzo tanto en GlucoMentor que siento que merezco una estatua.
No de bronce. De pan dulce. Para poder comérmela al terminar y subir el azúcar en el proceso.
Pero la mayoría de los días… celebro que un botón cambió de azul a azul más bonito.
Y eso, amigo mío, es un triunfo.
Porque cuando estás construyendo una app, solo, con IA, visión nula y paciencia emocional en modo ahorro de batería, cualquier microavance es una jodida fiesta griega.
Le cambio el color a un botón: me sirvo un café como si hubiera ganado un Pulitzer.
El texto de AiDA se actualiza con lógica coherente: pongo música épica y me imagino dando un keynote inventado.
El modelo de lenguaje deja de responder como si fuera un mesero confundido: lloro un poco, pero de emoción.
Y sí, a veces ese mismo feature se rompe al día siguiente.
Porque claro, esto es software.
Todo lo que funciona hoy es una mentira que explota mañana.
¿Creías que ya resolviste un bug?
Prepárate: dejó crías.
Pero cada avance, por mínimo, me recuerda que esto está avanzando.
Aunque nadie lo vea.
Aunque nadie lo aplauda.
Aunque el único testigo sea Benji, que solo voltea a verme cuando levanto los brazos y grito:
«¡AI-DIOS mío, FUNCIONÓ!»
La grandeza de estos momentos no está en el código.
Está en que sigo aquí.
Que no cerré la laptop.
Que no me rendí cuando el JSON se descompuso o el LLM contestó como si tuviera hipo sintáctico.
Es como construir una catedral con palillos de dientes.
Uno por uno.
Y celebrar cada vez que uno no se cae.
Y sí, desde fuera se ve ridículo.
Pero eso es porque los demás no están en esta trinchera absurda donde una línea bien escrita puede cambiar tu ánimo, y un error tipográfico puede destruir tu fe en la humanidad.
Así se hace una app.
No con glamour.
Con migajas de progreso.
Con euforia por detalles que nadie notará.
Con el delirio necesario para decir: “esto vale la pena”, justo después de arreglar un bug que tú mismo metiste sin darte cuenta.
GlucoMentor se está haciendo así.
Paso a paso. Bit a bit.
Entre avances minúsculos, retrocesos dramáticos y celebraciones internas que harían llorar de ternura a cualquier terapeuta de burnout.
Porque al final del día, eso es construir algo real:
Saber que los grandes logros están hechos de pequeños milagros…
…como un botón que, finalmente, se ve como tú querías.