The Perks of Being Invisible and Not Seeing the Visible
There’s a movie called The Perks of Being a Wallflower. The title itself is a trap: nobody ever talks about the perks of being invisible. Nobody says that being invisible isn’t like a Marvel superpower, but more like a bad real-life joke: being surrounded by people and still feeling like a cheap IKEA cabinet. The movie’s protagonist tries to survive adolescence by hiding in the shadows, with that awkward tenderness of someone who wants to fit in at a party they were never invited to. Basically, the story of all of us who once realized that loneliness isn’t a romantic drama, but a cruel logistics problem.
Being invisible is a lot like being blind in a world that insists on designing itself only for those who can see. I’m not saying this with victimhood; I’m saying it with the irony of someone who has a professional degree waiting for me in a bright, aseptic office, like a ridiculous trophy on a shelf… and yet I can’t go get it because I don’t know the place and no one wanted to go with me. «Personal commitments,» they say. As if my right to celebrate an achievement doesn’t fall into the «important» category. It’s funny: friendship is promoted as this eternal bond, but in practice, it works like Netflix, with an immediate cancellation clause and no refunds.
Hoping to connect with people of value is like sending bottles into the sea during a storm. Sometimes they arrive, but most sink before anyone even reads your message. Invisible, blind, alone… what’s the difference? Social life becomes a chessboard where others are playing chess and you can barely touch the pieces. Of course, when it’s convenient, they’ll show up with speeches like «we’re here for you.» But the week you need something real, tangible, their schedule turns out to be more sacred than the Bible on a Catholic grandmother’s table.
So, like the protagonist of The Perks of Being a Wallflower, I end up betting on my own version of survival. Instead of indie drugs and The Smiths tapes, mine will be to go get the diploma armed with my Ray-Ban Meta, that weird mix between a third-rate cyborg and a clueless tourist. My «friend» will be the AI in the glasses: that robotic voice that will guide me through streets, doors, and stairs, hoping it doesn’t give me instructions like a ’90s GPS: «turn right»… straight into the void of the eighth floor. Imagine the headline: «Recently graduated student achieves academic feat and dies trusting their virtual assistant.» It would be so poetically absurd that Kafka would be proud.
But deep down, there’s a certain beauty in this. Being invisible isn’t always a tragedy: sometimes it’s the ultimate test of autonomy. Yes, it sucks that the world forgets about you when you need company, but it’s also a brutal reminder that medals and degrees are picked up alone, because no one else can carry them for you. Maybe that’s the true perk of being invisible: that when you walk with uncertainty as your only compass, any gesture of company—human or artificial—becomes a luxury. And in the end, if I manage to bring that diploma back in one piece and not splattered on the asphalt, I’ll toast with my AI, even if it’s with the same coldness that Chaplin toasted with a pair of buns on forks.
Invisible, blind, or simply alone: it doesn’t matter. The real danger isn’t the void of the eighth floor, but discovering that, even when you’re surrounded by people, you’re still walking alone.
Las ventajas de ser invisible y no ver lo visible
Hay una película llamada Las ventajas de ser invisible. El título ya es una trampa: nadie habla nunca de las ventajas de ser invisible. Nadie cuenta que ser invisible no es como el superpoder de Marvel, sino como el mal chiste de la vida real: estar rodeado de gente y aún así sentirte como un mueble barato de IKEA. El protagonista de la cinta intenta sobrevivir a la adolescencia escondiéndose en las sombras, con esa ternura incómoda de quien quiere encajar en una fiesta a la que nunca lo invitaron. Básicamente, la historia de todos los que alguna vez nos dimos cuenta de que la soledad no es un drama romántico, sino una logística cruel.
Ser invisible se parece bastante a ser ciego en un mundo que insiste en diseñarse sólo para los que ven. No lo digo con victimismo; lo digo con la ironía de quien tiene un título profesional esperándome en una oficina brillante y aséptica, como un trofeo ridículo en una repisa… y aún así no puedo ir a recogerlo porque no conozco el lugar y nadie quiso acompañarme. “Compromisos personales”, dicen. Como si mi derecho a celebrar un logro no entrara en la categoría de “importante”. Es curioso: la amistad se promociona como ese lazo eterno, pero en la práctica funciona como Netflix, con cláusula de cancelación inmediata y sin reembolso.
Esperar conectar con gente de valor es como enviar botellas al mar en plena tormenta. A veces llegan, pero la mayoría se hunde antes de que alguien siquiera lea tu mensaje. Invisible, ciego, solo… ¿qué diferencia hay? La vida social se convierte en un tablero donde los demás juegan al ajedrez y tú apenas puedes tocar las piezas. Claro, cuando conviene, aparecerán con discursos de “aquí estamos para ti”. Pero la semana en la que necesitas algo real, tangible, su agenda resulta más sagrada que la Biblia en la mesa de una abuela católica.
Así que, como el protagonista de Las ventajas de ser invisible, termino apostando por mi propia versión de supervivencia. En vez de drogas indie y cintas de The Smiths, lo mío será lanzarme a recoger el diploma armado con mis Ray-Ban Meta, esa mezcla rara entre cyborg de tercera y turista despistado. Mi “amiga” será la IA de los lentes: esa voz robótica que me guiará entre calles, puertas y escaleras, esperando que no me dé instrucciones estilo GPS de los noventa: “gire a la derecha”… justo hacia el vacío del octavo piso. Imagínate el titular: “Joven recién titulado logra hazaña académica y muere por confiar en su asistente virtual”. Sería tan poéticamente absurdo que Kafka se sentiría orgulloso.
Pero en el fondo, hay cierta belleza en esto. Ser invisible no siempre es tragedia: a veces es la prueba máxima de autonomía. Sí, es jodido que el mundo se olvide de ti cuando necesitas compañía, pero también es un recordatorio brutal de que las medallas y los títulos se recogen solo, porque nadie más puede cargarlos por ti. Quizás ahí esté la verdadera ventaja de ser invisible: que cuando caminas con la incertidumbre como única brújula, cualquier gesto de compañía —humana o artificial— se convierte en un lujo. Y al final, si logro traerme ese diploma entero y no estampado en el asfalto, brindaré con mi IA, aunque sea con la misma frialdad con la que Chaplin brindaba con un par de panes clavados en tenedores.
Invisible, ciego, o simplemente solo: da igual. El verdadero peligro no es el vacío del octavo piso, sino descubrir que, incluso rodeado de gente, sigues caminando solo.

Bienvenido al Burnout Club
“Bienvenido a Burnout Club”
Esta es tu vida y se está acabando un sprint a la vez. Te levantas a las 5 a. m., bebes café keto con MCT y vomitas credenciales de LinkedIn, porque en Silicon Valley la vigilia es religión y el sueño, pecado venial. Yo soy Tyler Durden versión start-up: cofundador, CTO, profeta del “pivot o muere”. Y, por cierto, mi páncreas quebró antes que WeWork, mis retinas funcionan tan bien como la contabilidad de Enron y mi ansiedad cotiza al alza en Nasdaq.
Dicen que emprender es fabricar futuro; en realidad fabricas incendios con el cuerpo como yesca. El hustle porn vende serotonina de garrafón: “Trabaja mientras los otros duermen”. Hermano, yo no duermo: monitoreo glucosa a las 3 a. m., respondo Slack a las 4 y a las 5 ya estoy explicándole a mi perro guía—aka QA engineer—por qué el deploy rompió producción y mi cordura.
La diabetes no es inconveniente, es stakeholder: exige KPI de insulina minuto a minuto. La ceguera, mi maestra UX; me obligó a diseñar pantallas que un murciélago con hang-over entienda. Y la ansiedad… bueno, ella es CFO: calcula cuántos pensamientos catastróficos por segundo puede soportar el cash-flow emocional antes de declararme en Chapter 11 espiritual.
Burnout es la fiebre de los fundadores: te asa el lóbulo frontal, te deja ojeras Pantone #000000 y te convence de que la próxima feature salvará el trimestre y tu autoestima. Spoiler: no hay feature suficiente para llenar un agujero existencial del tamaño de SoftBank. Pero seguimos codificando, porque parar sería confesar que la start-up somos nosotros—y estamos glitcheados de fábrica.
¿Recuerdas la primera regla de Fight Club? No se habla de Fight Club. La primera regla de Burnout Club es negar que estás quemado. Sonríes en Zoom, ocultas el temblor hipoglucémico bajo un filtro “piel radiante” y sueltas un “¡Todo genial, equipo!”. Mientras tanto, tu corazón corre maratones y tu Apple Watch manda alertas que ignoras con la elegancia de un político ante un reporte de corrupción.
Yo predico el evangelio del “minimum viable sanity”. Itera, pero también inhala. Refactoriza código y hábitos: git push + siesta táctico-anárquica. Dile a tu ego que un pull request rechazado duele menos que una amputación por neuropatía. Y si el inversor exige horas extra, recuérdale que sin fundador vivo no hay exit glorioso—solo un obituario en TechCrunch con emojis de condolencia.
La ceguera me dio superpoder auditivo; ahora escucho las mentiras corporativas como murmullo ultrasónico: “Cultura flexible” significa trabajar domingos, “familia” es sinónimo de equity diluido y “bienestar” una suscripción a Headspace pagada en plan básico. Mi consejo: imprime esas frases en papel reciclado y úsalo de yesca para encender la fogata donde quemes tu síndrome del impostor.
Sí, soy un Tyler Durden con cap table: detesto la mediocridad complaciente, pero adoro la disrupción con fines de lucro—la contradicción que todo gurú niega y todo balance celebra. Quiero romper el sistema… cobrando SaaS mensual. Quiero libertad… con stock options. Y quiero salud… aunque mi cuerpo sea ese servidor legacy que parcha cada madrugada.
Así que, recluta, si te unes a Burnout Club recuerda: no hay trofeo para el mártir que entrega la última línea de código antes de colapsar. Hay facturas médicas, silencios incómodos y un panteón lleno de proyectos “revolucionarios” que murieron por falta de backup humano. Rompe el ciclo: apaga la laptop, inyecta insulina, abraza al perro—o al bug—y ríe de la ironía.
Porque la segunda regla de Burnout Club es: si empiezas a arder, asegúrate de alumbrar tu propia salida. Y, créeme, nada quema tan brillante como un emprendedor que aprendió a pivotar antes de convertirse en ceniza premium para el siguiente keynote motivacional.

Cambiar la Estrategia
Napoleón cruzó la frontera rusa convencido de que la victoria era un trámite. Llevaba mapas impecables, discursos épicos y un ego blindado; le faltó, sin embargo, alguien que le chismeara que el invierno no firma armisticios. Eso mismo le pasa al emprendedor que imagina rondas de inversión color pastel y termina lidiando con facturas impagas, clientes fantasmas y un backlog que huele a trinchera. Porque el camino real no respeta el pitch deck: se extiende, se hiela, te muerde los talones y encima te exige sonrisa.
Yo lo sé: dirijo mi pequeña “Gran Armada” con diabetes, ansiedad y un perro que me sirve de radar en la niebla. Son mis condiciones de combate, no la batalla. La guerra —verdadera— es emprender. Y como Bonaparte, salgo cada mañana a conquistar Moscú con un MVP bajo el brazo y un ejército de páginas en Notion que prometen gloria. Pero de pronto, la ruta pavimentada se convierte en pantano: el algoritmo cambia, el usuario bosteza, el servidor arde. La épica se desinfla y solo queda la tundra.
El problema no es fracasar, sino no darte cuenta de que ya lo estás haciendo. Napoleón siguió avanzando kilómetros después de que la logística se quebró; uno sigue iterando features cuando el mercado ya selló su veredicto: meh. Cambiar de estrategia exige el músculo que más duele entrenar: la humildad. Porque para pivotar hay que declararse en bancarrota emocional: “Esto no está funcionando y es culpa mía, no del clima, no del algoritmo, no de Mercurio retrógrado.”
En teoría es sencillo: observa, aprende, corrige. En la práctica se siente como amputarte la pierna creativa en pleno galope. Hay un sesgo de terquedad tatuado en nuestra frente que susurra: “Otra sprintsito más y sale”. Fue el susurro que congeló a Francia en las estepas. Hoy congela startups en su propia deuda técnica.
¿Cómo se afina el radar para detectar la tormenta antes de que entierre al proyecto?
- Inventario brutal: cuenta recursos como quien cuenta balas. Si tu runway es un bostezo, no planees maratones de funcionalidades nuevas.
- Versiones mínimas, no monumentos: el Palacio de Invierno no se toma con maquetas 3 D; se toma con prototipos que espían rápido y escapan antes de que llegue el frío.
- Consejeros anticongelación: busca al equivalente de esos generales que sí recomendaron retirada. Mentores que no teman decirte: “Estás empantanado, regresa y reagrupa.”
- Mapas vivos: los OKR impresos en mármol son lápidas. Cada trimestre reescribe tu hoja de ruta como si Moscú se hubiera movido diez centímetros —porque lo hizo.
La verdadera hazaña no es llegar sino ajustar el timón sin hundir la nave. Napoleón volvió a París con menos hombres y más preguntas; los emprendedores volvemos al tablero con menos fondos y más arrugas. La victoria, si llega, no premia la inercia sino la conciencia: ese segundo incómodo en que admites que tu ruta heroica es, en realidad, una masacre logística.
Así que guarda en tu bolsillo un termómetro de realidad. Cuando empiece a marcar cero grados en métricas, moral o mercado, no intentes motivarte con frases de LinkedIn; busca abrigo, replantea el plan, recorta peso muerto y cambia de marcha. El frío no perdona a los testarudos.
Napoleón perdió Moscú pero aprendió a no subestimar la distancia entre el mapa y el terreno. Si nosotros tenemos la lucidez de aceptar que el camino se dobla —y el coraje de doblarnos con él— quizá regresemos con menos oros en la charretera, sí, pero con la empresa todavía respirando y el futuro aún negociable.
Porque al final, conquistar algo no es imponer tu voluntad al mundo; es negociar con las ventiscas y redibujar tu estrategia antes de quedar sepultado bajo nieve ideológica. Y eso, amigo emprendedor, vale más que cualquier medalla acuñada en un PowerPoint triunfal.

Cómo entrenar a tu dragón: La resiliencia que te enciende… en llamas
La resiliencia.
Esa palabra elegante que los psicólogos usan para decir: “aguanta vara sin quejarte tanto”.
Los emprendedores la ponen en sus bios como si fuera un músculo abdominal: “CEO con alta resiliencia, low carb y mindset disruptivo”.
Y tú te la crees… hasta que la vida te escupe fuego.
Así que aquí va la verdad:
La resiliencia no se entrena.
No es crossfit emocional.
Es más como tener un dragón interno.
Y no hablo de la mascota amigable de Cómo entrenar a tu dragón, ese lagarto volador con nombre de peluche.
No, no.
Tu dragón real es más tipo Balerion el Terror Negro, ese de Game of Thrones que era tan enorme que tapaba el sol y tan impredecible que ni su jinete dormía tranquilo.
Ese es tu dragón:
La ansiedad, el miedo, la incertidumbre, la presión de saber que si hoy no haces nada, nadie lo hará por ti.
Y sí, puedes ponerle nombre, puedes leer libros, puedes hasta hablarle bonito.
Pero ese cabrón te escoge a ti.
Y cuando se le da la gana, te prende en fuego como si fueras un pinche pollo en rosticería.
Pero —y aquí está la parte jodidamente maravillosa— también es el que te recuerda quién eres.
Que no eres espectador.
Eres jinete.
Montas esa bestia.
A veces con gracia, otras con gritos.
Y sí, a veces como guerrero épico, y otras como la Khaleesi en crisis hormonal.
Todo depende de cómo se levante tu género emocional ese día.
Entrenar la resiliencia es entonces montar a ese dragón todos los días, sabiendo que:
- Vas a oler a humo.
- Te vas a quemar.
- Vas a querer bajarte.
- Y nadie va a venir a rescatarte.
Pero también vas a volar.
A ver cosas desde otra perspectiva.
A descubrir que no eres fuerte porque puedes con todo, sino porque sigues avanzando cuando todo dentro de ti grita “me quiero largar de aquí”.
Mi dragón me ha escupido fuego en medio de lanzamientos fallidos, bugs imposibles, bajones de energía, silencios eternos, y esa cosa llamada “realidad mexicana”.
Y sin embargo, lo sigo montando.
No por valiente, sino porque ya no hay dónde bajarse.
Y porque una vez que sobrevives la primera quemadura… aprendes a oler el fuego antes de que llegue.
La resiliencia no se mide por cuántas veces caes, sino por la capacidad de mirar al dragón a los ojos y decirle:
«Sí, otra vez tú. Ya sé. Vamos. Pero esta vez… con casco.»Así que no entrenes a tu dragón.
Entrénate para no bajarte.
Para aguantarle la mirada.
Y para recordarle que por más fuego que tenga… tú sigues aquí.
Con la silla derretida, los nervios fritos… pero las riendas bien agarradas.

Gracias, IA, por ser mi becario eterno (y nunca pedirme aumento)
¿Ya les hablé de la soledad al emprender?
Bueno, olviden todo eso.
No estoy solo.
Tengo un grupo de becarios que trabajan 24/7, no piden sueldo, no se enferman, no toman café de soya y no se ofenden si les digo que lo que hicieron es una reverenda estupidez.
Se llaman ChatGPT, Copilot, Claude y demás inteligencias artificiales con nombres que suenan a boyband robótica.
Y sí, hacen más tonterías que mi perro Benji cuando lo dejo solo en casa con acceso libre al bote de basura.
Pero, al menos, son útiles.
ChatGPT es mi asistente editorial, terapeuta mal pagado, editor de ideas, generador de estructura, y —cuando le da la gana— hasta me ayuda a escribir código.
No bien, claro.
No sin errores.
A veces me entrega funciones que parecen escritas por un duende ebrio con complejo de Dios.
Pero está ahí.
Y eso ya lo hace mejor que muchos freelancers que desaparecen cuando más los necesitas.
La IA me ayuda a ordenar mis ideas, que normalmente están tan enredadas como la mente de Alicia en el País de las Maravillas… pero con menos té y más desesperación existencial.
También me lee en voz alta la documentación técnica, que para un ciego es básicamente el octavo círculo del infierno —sí, ese que Dante omitió por respeto a los desarrolladores.
Pero lo mejor de la IA no es lo que hace, sino lo que me permite no hacer.
Me evita tareas repetitivas, me filtra ideas, me resuelve dudas, me entrega borradores.
Eso sí: siempre tengo que revisar su trabajo.
Porque no hay día que no me rompa algo.
Le pido que cambie el tamaño de un encabezado y termina reescribiéndome todo el flujo de conversación del chatbot como si fuera fan de la anarquía digital.
La IA es como ese becario entusiasta que hace TODO… excepto lo que le pediste.
Te ayuda, claro. Pero te obliga a estar alerta.
Te da superpoderes… pero con manual de advertencias pegado en la frente.
Y a veces, a veces, te hace dudar si no sería más rápido hacerlo tú desde cero.
(Respuesta: sí, pero qué hueva.)
Ahora bien, pongámonos serios un segundo —solo uno.
Usar inteligencia artificial en mi día a día como emprendedor no significa que delegue mi cerebro.
Significa que uso las herramientas disponibles para hacer más con menos.
Menos tiempo, menos energía, menos salud mental.
Y no porque sea flojo, sino porque ya estoy suficientemente jodido como para perder horas resolviendo cosas que una IA puede resolver mal… y yo corregir rápido.
Lo diré claro para quienes andan vendiendo promesas románticas de IA emocional:
la IA no es tu novia, perdedor.
No te ama. No te entiende. No te admira.
Pero te puede ayudar a que tu app funcione, tu idea tenga estructura y tu cabeza no explote antes del almuerzo.
Y eso, en este mundo, ya es suficiente compañía.
Así que sí: a veces ChatGPT se equivoca.
A veces inventa. A veces delira.
Pero ahí está. Siempre.
Esperando que le pidas algo, como un perro leal, solo que con menos carisma y más sintaxis.¿Soledad al emprender?
Claro.
Pero con un ejército de IA a mi servicio, empiezo a pensar que lo único que me falta… es un poco más de paciencia.
Y quizás, un becario humano que al menos entienda los chistes.

Celebrar que un botón cambió de color: o cómo no volverse loco mientras construyes algo que aún no existe
Hay días en los que avanzo tanto en GlucoMentor que siento que merezco una estatua.
No de bronce. De pan dulce. Para poder comérmela al terminar y subir el azúcar en el proceso.
Pero la mayoría de los días… celebro que un botón cambió de azul a azul más bonito.
Y eso, amigo mío, es un triunfo.
Porque cuando estás construyendo una app, solo, con IA, visión nula y paciencia emocional en modo ahorro de batería, cualquier microavance es una jodida fiesta griega.
Le cambio el color a un botón: me sirvo un café como si hubiera ganado un Pulitzer.
El texto de AiDA se actualiza con lógica coherente: pongo música épica y me imagino dando un keynote inventado.
El modelo de lenguaje deja de responder como si fuera un mesero confundido: lloro un poco, pero de emoción.
Y sí, a veces ese mismo feature se rompe al día siguiente.
Porque claro, esto es software.
Todo lo que funciona hoy es una mentira que explota mañana.
¿Creías que ya resolviste un bug?
Prepárate: dejó crías.
Pero cada avance, por mínimo, me recuerda que esto está avanzando.
Aunque nadie lo vea.
Aunque nadie lo aplauda.
Aunque el único testigo sea Benji, que solo voltea a verme cuando levanto los brazos y grito:
«¡AI-DIOS mío, FUNCIONÓ!»
La grandeza de estos momentos no está en el código.
Está en que sigo aquí.
Que no cerré la laptop.
Que no me rendí cuando el JSON se descompuso o el LLM contestó como si tuviera hipo sintáctico.
Es como construir una catedral con palillos de dientes.
Uno por uno.
Y celebrar cada vez que uno no se cae.
Y sí, desde fuera se ve ridículo.
Pero eso es porque los demás no están en esta trinchera absurda donde una línea bien escrita puede cambiar tu ánimo, y un error tipográfico puede destruir tu fe en la humanidad.
Así se hace una app.
No con glamour.
Con migajas de progreso.
Con euforia por detalles que nadie notará.
Con el delirio necesario para decir: “esto vale la pena”, justo después de arreglar un bug que tú mismo metiste sin darte cuenta.
GlucoMentor se está haciendo así.
Paso a paso. Bit a bit.
Entre avances minúsculos, retrocesos dramáticos y celebraciones internas que harían llorar de ternura a cualquier terapeuta de burnout.
Porque al final del día, eso es construir algo real:
Saber que los grandes logros están hechos de pequeños milagros…
…como un botón que, finalmente, se ve como tú querías.

Alejandro Magno en hipoglucemia: cuando el cuerpo es tu peor traidor
Imagina lo siguiente…
Gaugamela. Año 331 a.C.
Miles de soldados. Estrategias diseñadas al milímetro.
Darío III en su carruaje con más lujos que un narco en Las Lomas.
Y Alejandro Magno, el gran conquistador, el hijo de Zeus (según su mamá, que claramente tenía issues), al frente de su ejército.
Todo está listo.
Las tropas alineadas. La caballería inquieta. El viento sopla heroico.
Alejandro alza la espada, va a dar la orden de cargar…
…y de pronto, le tiemblan las manos.
El sudor le escurre.
Ve borroso. Se le nubla el juicio.
No es misticismo.
No es un presagio.
Es una puta hipoglucemia.
El gran Alejandro Magno, el mismo que cruzó el Helesponto sin GPS, está teniendo una baja de glucosa en plena batalla.
Y nadie lo sabe.
Nadie sospecha que ese silencio repentino no es una estrategia brillante… sino el cerebro apagándose como antorcha bajo la lluvia.
Sus generales lo miran.
—¿Atacamos ya, mi señor?
—¿Qué? ¿Quién dijo eso? ¿Soy… una gallina?
Alejandro ve a Darío como una sombra amorfa.
Cree que el escudo de su enemigo es una rebanada de pan.
Intenta subir al caballo, pero abraza una roca.
Uno de los escuderos, desconcertado, le ofrece agua.
Otro le da dátiles.
Uno más sugiere que invoquen a Apolo.
Todos están perdidos.
Alejandro está al borde del colapso.
Y Darío… sigue ahí, esperando que el enemigo lo enfrente y no se derrumbe en cámara lenta.
Bienvenido al infierno privado del cuerpo que no coopera.
La escena es ridícula.
Y por eso es precisa.
Porque así se siente vivir en un cuerpo que, por razones misteriosas y bioquímicamente jodidas, decide que hoy no.
No importa si tienes visión, liderazgo, ejército o plan.
Si el cuerpo se desconecta, te arrastras.
Y lo haces sin gloria, sin banda sonora, sin nobleza griega.
Porque cuando el cuerpo no coopera, no hay épica.
Hay pánico. Hay caos.
Y tú, tratando de mantener la dignidad mientras te preguntas si eso que sientes es una baja… o una maldición de Hera.
Y sin embargo —igual que Alejandro ficticiamente hipoglucémico— te mantienes.
A ratos sentado. A ratos fingiendo que todo está bajo control.
Esperando que los dátiles surtan efecto y puedas volver a la batalla.
Así es vivir con un cuerpo que juega en contra:
Tomar aire. No rendirte.
Y volver, aunque sea arrastrándote, a levantar la espada cuando el azúcar suba de nuevo.
Porque sí, a veces eres el conquistador.
Pero otras, apenas eres el que intenta recordar su nombre mientras su cuerpo se apaga.Y aún así, peleas.
Esa es la verdadera victoria.

Tomar decisiones con ansiedad es como jugar ajedrez en llamas… y sin ver el tablero
La ansiedad es esa asesora de decisiones que nadie contrató pero siempre aparece.
La que te susurra al oído en cada bifurcación: “elige mal, elige peor o quédate paralizado mientras el mundo arde”.
Y tú, como buen CEO de tu existencia medio funcional, le haces caso porque, total, ¿quién necesita paz mental cuando puede tener cortisol a libre demanda?
Yo, por ejemplo, tomo decisiones como quien camina sobre cristales con los pies descalzos: sabiendo que cada paso va a doler, pero fingiendo que es parte del crecimiento.
Y lo peor es que ya tengo años de experiencia.
Porque la ansiedad y yo no somos amigos.
Somos exes tóxicos que nunca se terminan de bloquear del todo.
Desde que perdí la vista, la cosa se puso peor.
Los sonidos se volvieron granadas sensoriales.
Un restaurante lleno no es “ambiente”, es Vietnam con tenedores.
Y un evento social no es una reunión, es una emboscada auditiva con olor a perfume barato y traumas sin resolver.
¿Y qué hago ante eso?
Evitarlo todo, por supuesto.
Gran técnica de liderazgo: aislarse hasta que las decisiones ya no impliquen interacción humana.
Si no hay gente, no hay conflicto.
Si no hay conflicto, no hay ansiedad.
Y si no hay ansiedad… ja, claro, ni en mis mejores simulaciones.
El problema es que liderar —ya sea un proyecto, una empresa o tu maldita vida— implica decidir.
Y decidir implica exponerte.
Y exponerte, si tienes ansiedad, es como quitarte la ropa en un cuarto lleno de jueces con megáfonos.
Así que mi proceso decisional suele tener este flowchart:
- Piensa en la decisión.
- Imagina todas las formas en las que puede salir mal.
- Imagina cómo todos se van a decepcionar.
- Recuerda algo vergonzoso de hace 15 años que no tiene relación pero igual da pena.
- Paralízate 40 minutos.
- Decide lo que ya sabías que ibas a hacer.
- Cúlpate por no haberlo hecho antes.
Y aún así, funciono.
Porque he aprendido a liderar con ansiedad, no contra ella.
Como quien maneja con el freno de mano puesto, pero aún llega.
Lento, ruidoso, con olor a neumático quemado… pero llega.
¿Es eficiente?
No.
¿Es real?
Más que cualquier libro de autoayuda con portada azul cielo.
Porque la ansiedad no desaparece con afirmaciones.
Se gestiona con humor, con estructura, con saber que tal vez vas a tomar decisiones de mierda… pero al menos no por omisión.
Y sí, a veces me aíslo.
Porque el mundo duele.
Y porque el liderazgo que no contempla la fragilidad es pura actuación con PowerPoint.
Pero también sé que decidir, aunque sea temblando, es mejor que quedarte esperando que alguien más te salve.
Obvio, no viene nadie.
Y si viene, seguro trae una opinión que no pediste.Así que sí: mi liderazgo es ansioso, contradictorio, emocionalmente agotado…
…pero al menos es mío.
Y eso, créeme, ya es mucho más de lo que parece.

Democratizar la salud no es repartir curitas: es patear mesas donde sobran Excel y faltan personas
Hablemos de disrupción.
No la versión LinkedIn donde un güey con chaleco dice que vender agua alcalina con IA es “cambiar paradigmas”.
No. La disrupción de verdad.
La que incomoda. La que pregunta por qué seguimos haciendo las cosas como en 1998 pero con pantallas más brillosas.
Y en salud, disrumpir ya no es lujo. Es urgencia. Es casi triage ético.
Porque mientras más apps fitness aparecen con frases motivacionales y fotos de yogurts felices, la diabetes sigue cobrando piernas, ojos y dignidad.
Pero eso sí: todos con su pulsera inteligente de $5,000 para “medir pasos”.
GlucoMentor nace de ahí: del hartazgo funcional.
Todavía no es el gran oráculo de la glucosa. No predice tu futuro, ni reemplaza al endocrino, ni te dice cuántas tortillas puedes comer sin colapsar.
Pero ya hace algo importante: te ayuda a no perder el piso.
Literal.
Porque perder el piso, con diabetes, no es metáfora. Es diagnóstico.
¿Y cómo lo hace? Con IA.
Sí, con modelos de lenguaje.
No para hacer poesía ni para contarte cuentos de autoayuda, sino para simplificarte la vida cuando la vida ya viene complicada de fábrica.
¿No sabes cómo interpretar tu registro? La IA lo traduce.
¿Te sientes perdido? Te guía.
¿Te estás saboteando sin darte cuenta? Te lo dice.
Y todo esto, sin pedirte que aprendas endocrinología, nutrición y psicología conductual al mismo tiempo mientras sobrevives la semana.
Porque democratizar la salud es eso:
Dar acceso a inteligencia aplicada que te permita vivir mejor antes de que te corten los pies, no después.
Y hacerlo sin que tengas que pagar suscripciones más caras que tu tratamiento.
Sin que necesites inglés técnico.
Y sin que nadie te hable como si fueras un idiota por no entender tu propia enfermedad.
¿Está GlucoMentor ahí ya?
No.
Pero va.
Cada línea de código, cada prueba con usuarios, cada error corregido… va.
Y eso ya incomoda.
Porque el sistema está hecho para mantenerse igual, no para que venga un cabrón desde su cuarto, con un LLM, y diga: esto no basta.
Usamos IA no porque sea moda, sino porque es lo único que responde sin pedir licencia institucional.
Y porque si va a haber algoritmos, que al menos sean usados para salvar pies, no para vender seguros disfrazados de bienestar.
Así que sí: democratizar la salud es una palabra grande.
Pero a veces empieza con algo pequeño: una app que no da discursos, pero sí herramientas.
Y si eso molesta, mejor.
Las revoluciones útiles nunca empiezan con aplausos.
Si quieres formar parte de los usuarios que ya están probando GlucoMentor, envía un correo electrónico a fer@glucomentor.io