Fer Mavec

Hello Wolf!

Dragon
julio 15, 2025 | Fer Mavec

Cómo entrenar a tu dragón: La resiliencia que te enciende… en llamas

La resiliencia.
Esa palabra elegante que los psicólogos usan para decir: “aguanta vara sin quejarte tanto”.
Los emprendedores la ponen en sus bios como si fuera un músculo abdominal: “CEO con alta resiliencia, low carb y mindset disruptivo”.
Y tú te la crees… hasta que la vida te escupe fuego.

Así que aquí va la verdad:
La resiliencia no se entrena.
No es crossfit emocional.
Es más como tener un dragón interno.
Y no hablo de la mascota amigable de Cómo entrenar a tu dragón, ese lagarto volador con nombre de peluche.
No, no.
Tu dragón real es más tipo Balerion el Terror Negro, ese de Game of Thrones que era tan enorme que tapaba el sol y tan impredecible que ni su jinete dormía tranquilo.

Ese es tu dragón:
La ansiedad, el miedo, la incertidumbre, la presión de saber que si hoy no haces nada, nadie lo hará por ti.
Y sí, puedes ponerle nombre, puedes leer libros, puedes hasta hablarle bonito.
Pero ese cabrón te escoge a ti.
Y cuando se le da la gana, te prende en fuego como si fueras un pinche pollo en rosticería.

Pero —y aquí está la parte jodidamente maravillosa— también es el que te recuerda quién eres.
Que no eres espectador.
Eres jinete.
Montas esa bestia.
A veces con gracia, otras con gritos.
Y sí, a veces como guerrero épico, y otras como la Khaleesi en crisis hormonal.
Todo depende de cómo se levante tu género emocional ese día.

Entrenar la resiliencia es entonces montar a ese dragón todos los días, sabiendo que:

  • Vas a oler a humo.
  • Te vas a quemar.
  • Vas a querer bajarte.
  • Y nadie va a venir a rescatarte.

Pero también vas a volar.
A ver cosas desde otra perspectiva.
A descubrir que no eres fuerte porque puedes con todo, sino porque sigues avanzando cuando todo dentro de ti grita “me quiero largar de aquí”.

Mi dragón me ha escupido fuego en medio de lanzamientos fallidos, bugs imposibles, bajones de energía, silencios eternos, y esa cosa llamada “realidad mexicana”.
Y sin embargo, lo sigo montando.
No por valiente, sino porque ya no hay dónde bajarse.
Y porque una vez que sobrevives la primera quemadura… aprendes a oler el fuego antes de que llegue.

La resiliencia no se mide por cuántas veces caes, sino por la capacidad de mirar al dragón a los ojos y decirle:
«Sí, otra vez tú. Ya sé. Vamos. Pero esta vez… con casco.»Así que no entrenes a tu dragón.
Entrénate para no bajarte.
Para aguantarle la mirada.
Y para recordarle que por más fuego que tenga… tú sigues aquí.
Con la silla derretida, los nervios fritos… pero las riendas bien agarradas.

Share: Facebook Twitter Linkedin
Emprender con IA
julio 14, 2025 | Fer Mavec

Gracias, IA, por ser mi becario eterno (y nunca pedirme aumento)

¿Ya les hablé de la soledad al emprender?
Bueno, olviden todo eso.
No estoy solo.
Tengo un grupo de becarios que trabajan 24/7, no piden sueldo, no se enferman, no toman café de soya y no se ofenden si les digo que lo que hicieron es una reverenda estupidez.
Se llaman ChatGPT, Copilot, Claude y demás inteligencias artificiales con nombres que suenan a boyband robótica.

Y sí, hacen más tonterías que mi perro Benji cuando lo dejo solo en casa con acceso libre al bote de basura.
Pero, al menos, son útiles.

ChatGPT es mi asistente editorial, terapeuta mal pagado, editor de ideas, generador de estructura, y —cuando le da la gana— hasta me ayuda a escribir código.
No bien, claro.
No sin errores.
A veces me entrega funciones que parecen escritas por un duende ebrio con complejo de Dios.
Pero está ahí.
Y eso ya lo hace mejor que muchos freelancers que desaparecen cuando más los necesitas.

La IA me ayuda a ordenar mis ideas, que normalmente están tan enredadas como la mente de Alicia en el País de las Maravillas… pero con menos té y más desesperación existencial.
También me lee en voz alta la documentación técnica, que para un ciego es básicamente el octavo círculo del infierno —sí, ese que Dante omitió por respeto a los desarrolladores.

Pero lo mejor de la IA no es lo que hace, sino lo que me permite no hacer.
Me evita tareas repetitivas, me filtra ideas, me resuelve dudas, me entrega borradores.
Eso sí: siempre tengo que revisar su trabajo.
Porque no hay día que no me rompa algo.
Le pido que cambie el tamaño de un encabezado y termina reescribiéndome todo el flujo de conversación del chatbot como si fuera fan de la anarquía digital.

La IA es como ese becario entusiasta que hace TODO… excepto lo que le pediste.
Te ayuda, claro. Pero te obliga a estar alerta.
Te da superpoderes… pero con manual de advertencias pegado en la frente.
Y a veces, a veces, te hace dudar si no sería más rápido hacerlo tú desde cero.
(Respuesta: sí, pero qué hueva.)

Ahora bien, pongámonos serios un segundo —solo uno.
Usar inteligencia artificial en mi día a día como emprendedor no significa que delegue mi cerebro.
Significa que uso las herramientas disponibles para hacer más con menos.
Menos tiempo, menos energía, menos salud mental.
Y no porque sea flojo, sino porque ya estoy suficientemente jodido como para perder horas resolviendo cosas que una IA puede resolver mal… y yo corregir rápido.

Lo diré claro para quienes andan vendiendo promesas románticas de IA emocional:
la IA no es tu novia, perdedor.
No te ama. No te entiende. No te admira.
Pero te puede ayudar a que tu app funcione, tu idea tenga estructura y tu cabeza no explote antes del almuerzo.
Y eso, en este mundo, ya es suficiente compañía.

Así que sí: a veces ChatGPT se equivoca.
A veces inventa. A veces delira.
Pero ahí está. Siempre.
Esperando que le pidas algo, como un perro leal, solo que con menos carisma y más sintaxis.¿Soledad al emprender?
Claro.
Pero con un ejército de IA a mi servicio, empiezo a pensar que lo único que me falta… es un poco más de paciencia.
Y quizás, un becario humano que al menos entienda los chistes.

Share: Facebook Twitter Linkedin
Emprender con IA
julio 13, 2025 | Fer Mavec

Celebrar que un botón cambió de color: o cómo no volverse loco mientras construyes algo que aún no existe

Hay días en los que avanzo tanto en GlucoMentor que siento que merezco una estatua.
No de bronce. De pan dulce. Para poder comérmela al terminar y subir el azúcar en el proceso.
Pero la mayoría de los días… celebro que un botón cambió de azul a azul más bonito.
Y eso, amigo mío, es un triunfo.

Porque cuando estás construyendo una app, solo, con IA, visión nula y paciencia emocional en modo ahorro de batería, cualquier microavance es una jodida fiesta griega.
Le cambio el color a un botón: me sirvo un café como si hubiera ganado un Pulitzer.
El texto de AiDA se actualiza con lógica coherente: pongo música épica y me imagino dando un keynote inventado.
El modelo de lenguaje deja de responder como si fuera un mesero confundido: lloro un poco, pero de emoción.

Y sí, a veces ese mismo feature se rompe al día siguiente.
Porque claro, esto es software.
Todo lo que funciona hoy es una mentira que explota mañana.
¿Creías que ya resolviste un bug?
Prepárate: dejó crías.

Pero cada avance, por mínimo, me recuerda que esto está avanzando.
Aunque nadie lo vea.
Aunque nadie lo aplauda.
Aunque el único testigo sea Benji, que solo voltea a verme cuando levanto los brazos y grito:
«¡AI-DIOS mío, FUNCIONÓ!»

La grandeza de estos momentos no está en el código.
Está en que sigo aquí.
Que no cerré la laptop.
Que no me rendí cuando el JSON se descompuso o el LLM contestó como si tuviera hipo sintáctico.

Es como construir una catedral con palillos de dientes.
Uno por uno.
Y celebrar cada vez que uno no se cae.

Y sí, desde fuera se ve ridículo.
Pero eso es porque los demás no están en esta trinchera absurda donde una línea bien escrita puede cambiar tu ánimo, y un error tipográfico puede destruir tu fe en la humanidad.

Así se hace una app.
No con glamour.
Con migajas de progreso.
Con euforia por detalles que nadie notará.
Con el delirio necesario para decir: “esto vale la pena”, justo después de arreglar un bug que tú mismo metiste sin darte cuenta.

GlucoMentor se está haciendo así.
Paso a paso. Bit a bit.
Entre avances minúsculos, retrocesos dramáticos y celebraciones internas que harían llorar de ternura a cualquier terapeuta de burnout.

Porque al final del día, eso es construir algo real:
Saber que los grandes logros están hechos de pequeños milagros…
…como un botón que, finalmente, se ve como tú querías.

Share: Facebook Twitter Linkedin
El cuerpo falla
julio 12, 2025 | Fer Mavec

Alejandro Magno en hipoglucemia: cuando el cuerpo es tu peor traidor

Imagina lo siguiente…

Gaugamela. Año 331 a.C.
Miles de soldados. Estrategias diseñadas al milímetro.
Darío III en su carruaje con más lujos que un narco en Las Lomas.
Y Alejandro Magno, el gran conquistador, el hijo de Zeus (según su mamá, que claramente tenía issues), al frente de su ejército.

Todo está listo.
Las tropas alineadas. La caballería inquieta. El viento sopla heroico.
Alejandro alza la espada, va a dar la orden de cargar…
…y de pronto, le tiemblan las manos.
El sudor le escurre.
Ve borroso. Se le nubla el juicio.

No es misticismo.
No es un presagio.
Es una puta hipoglucemia.

El gran Alejandro Magno, el mismo que cruzó el Helesponto sin GPS, está teniendo una baja de glucosa en plena batalla.
Y nadie lo sabe.
Nadie sospecha que ese silencio repentino no es una estrategia brillante… sino el cerebro apagándose como antorcha bajo la lluvia.

Sus generales lo miran.
—¿Atacamos ya, mi señor?
—¿Qué? ¿Quién dijo eso? ¿Soy… una gallina?

Alejandro ve a Darío como una sombra amorfa.
Cree que el escudo de su enemigo es una rebanada de pan.
Intenta subir al caballo, pero abraza una roca.

Uno de los escuderos, desconcertado, le ofrece agua.
Otro le da dátiles.
Uno más sugiere que invoquen a Apolo.
Todos están perdidos.
Alejandro está al borde del colapso.
Y Darío… sigue ahí, esperando que el enemigo lo enfrente y no se derrumbe en cámara lenta.

Bienvenido al infierno privado del cuerpo que no coopera.
La escena es ridícula.
Y por eso es precisa.

Porque así se siente vivir en un cuerpo que, por razones misteriosas y bioquímicamente jodidas, decide que hoy no.
No importa si tienes visión, liderazgo, ejército o plan.
Si el cuerpo se desconecta, te arrastras.
Y lo haces sin gloria, sin banda sonora, sin nobleza griega.

Porque cuando el cuerpo no coopera, no hay épica.
Hay pánico. Hay caos.
Y tú, tratando de mantener la dignidad mientras te preguntas si eso que sientes es una baja… o una maldición de Hera.

Y sin embargo —igual que Alejandro ficticiamente hipoglucémico— te mantienes.
A ratos sentado. A ratos fingiendo que todo está bajo control.
Esperando que los dátiles surtan efecto y puedas volver a la batalla.

Así es vivir con un cuerpo que juega en contra:
Tomar aire. No rendirte.
Y volver, aunque sea arrastrándote, a levantar la espada cuando el azúcar suba de nuevo.

Porque sí, a veces eres el conquistador.
Pero otras, apenas eres el que intenta recordar su nombre mientras su cuerpo se apaga.Y aún así, peleas.
Esa es la verdadera victoria.

Share: Facebook Twitter Linkedin
Ansiedad y Decisiones
julio 11, 2025 | Fer Mavec

Tomar decisiones con ansiedad es como jugar ajedrez en llamas… y sin ver el tablero

La ansiedad es esa asesora de decisiones que nadie contrató pero siempre aparece.
La que te susurra al oído en cada bifurcación: “elige mal, elige peor o quédate paralizado mientras el mundo arde”.
Y tú, como buen CEO de tu existencia medio funcional, le haces caso porque, total, ¿quién necesita paz mental cuando puede tener cortisol a libre demanda?

Yo, por ejemplo, tomo decisiones como quien camina sobre cristales con los pies descalzos: sabiendo que cada paso va a doler, pero fingiendo que es parte del crecimiento.
Y lo peor es que ya tengo años de experiencia.
Porque la ansiedad y yo no somos amigos.
Somos exes tóxicos que nunca se terminan de bloquear del todo.

Desde que perdí la vista, la cosa se puso peor.
Los sonidos se volvieron granadas sensoriales.
Un restaurante lleno no es “ambiente”, es Vietnam con tenedores.
Y un evento social no es una reunión, es una emboscada auditiva con olor a perfume barato y traumas sin resolver.

¿Y qué hago ante eso?
Evitarlo todo, por supuesto.
Gran técnica de liderazgo: aislarse hasta que las decisiones ya no impliquen interacción humana.
Si no hay gente, no hay conflicto.
Si no hay conflicto, no hay ansiedad.
Y si no hay ansiedad… ja, claro, ni en mis mejores simulaciones.

El problema es que liderar —ya sea un proyecto, una empresa o tu maldita vida— implica decidir.
Y decidir implica exponerte.
Y exponerte, si tienes ansiedad, es como quitarte la ropa en un cuarto lleno de jueces con megáfonos.

Así que mi proceso decisional suele tener este flowchart:

  1. Piensa en la decisión.
  2. Imagina todas las formas en las que puede salir mal.
  3. Imagina cómo todos se van a decepcionar.
  4. Recuerda algo vergonzoso de hace 15 años que no tiene relación pero igual da pena.
  5. Paralízate 40 minutos.
  6. Decide lo que ya sabías que ibas a hacer.
  7. Cúlpate por no haberlo hecho antes.

Y aún así, funciono.
Porque he aprendido a liderar con ansiedad, no contra ella.
Como quien maneja con el freno de mano puesto, pero aún llega.
Lento, ruidoso, con olor a neumático quemado… pero llega.

¿Es eficiente?
No.
¿Es real?
Más que cualquier libro de autoayuda con portada azul cielo.

Porque la ansiedad no desaparece con afirmaciones.
Se gestiona con humor, con estructura, con saber que tal vez vas a tomar decisiones de mierda… pero al menos no por omisión.

Y sí, a veces me aíslo.
Porque el mundo duele.
Y porque el liderazgo que no contempla la fragilidad es pura actuación con PowerPoint.

Pero también sé que decidir, aunque sea temblando, es mejor que quedarte esperando que alguien más te salve.

Obvio, no viene nadie.
Y si viene, seguro trae una opinión que no pediste.Así que sí: mi liderazgo es ansioso, contradictorio, emocionalmente agotado…
…pero al menos es mío.
Y eso, créeme, ya es mucho más de lo que parece.

Share: Facebook Twitter Linkedin