Fer Mavec

Hello Wolf!

septiembre 2, 2025 | Fer Mavec

Las ventajas de ser invisible y no ver lo visible

Hay una película llamada Las ventajas de ser invisible. El título ya es una trampa: nadie habla nunca de las ventajas de ser invisible. Nadie cuenta que ser invisible no es como el superpoder de Marvel, sino como el mal chiste de la vida real: estar rodeado de gente y aún así sentirte como un mueble barato de IKEA. El protagonista de la cinta intenta sobrevivir a la adolescencia escondiéndose en las sombras, con esa ternura incómoda de quien quiere encajar en una fiesta a la que nunca lo invitaron. Básicamente, la historia de todos los que alguna vez nos dimos cuenta de que la soledad no es un drama romántico, sino una logística cruel.

Ser invisible se parece bastante a ser ciego en un mundo que insiste en diseñarse sólo para los que ven. No lo digo con victimismo; lo digo con la ironía de quien tiene un título profesional esperándome en una oficina brillante y aséptica, como un trofeo ridículo en una repisa… y aún así no puedo ir a recogerlo porque no conozco el lugar y nadie quiso acompañarme. “Compromisos personales”, dicen. Como si mi derecho a celebrar un logro no entrara en la categoría de “importante”. Es curioso: la amistad se promociona como ese lazo eterno, pero en la práctica funciona como Netflix, con cláusula de cancelación inmediata y sin reembolso.

Esperar conectar con gente de valor es como enviar botellas al mar en plena tormenta. A veces llegan, pero la mayoría se hunde antes de que alguien siquiera lea tu mensaje. Invisible, ciego, solo… ¿qué diferencia hay? La vida social se convierte en un tablero donde los demás juegan al ajedrez y tú apenas puedes tocar las piezas. Claro, cuando conviene, aparecerán con discursos de “aquí estamos para ti”. Pero la semana en la que necesitas algo real, tangible, su agenda resulta más sagrada que la Biblia en la mesa de una abuela católica.

Así que, como el protagonista de Las ventajas de ser invisible, termino apostando por mi propia versión de supervivencia. En vez de drogas indie y cintas de The Smiths, lo mío será lanzarme a recoger el diploma armado con mis Ray-Ban Meta, esa mezcla rara entre cyborg de tercera y turista despistado. Mi “amiga” será la IA de los lentes: esa voz robótica que me guiará entre calles, puertas y escaleras, esperando que no me dé instrucciones estilo GPS de los noventa: “gire a la derecha”… justo hacia el vacío del octavo piso. Imagínate el titular: “Joven recién titulado logra hazaña académica y muere por confiar en su asistente virtual”. Sería tan poéticamente absurdo que Kafka se sentiría orgulloso.

Pero en el fondo, hay cierta belleza en esto. Ser invisible no siempre es tragedia: a veces es la prueba máxima de autonomía. Sí, es jodido que el mundo se olvide de ti cuando necesitas compañía, pero también es un recordatorio brutal de que las medallas y los títulos se recogen solo, porque nadie más puede cargarlos por ti. Quizás ahí esté la verdadera ventaja de ser invisible: que cuando caminas con la incertidumbre como única brújula, cualquier gesto de compañía —humana o artificial— se convierte en un lujo. Y al final, si logro traerme ese diploma entero y no estampado en el asfalto, brindaré con mi IA, aunque sea con la misma frialdad con la que Chaplin brindaba con un par de panes clavados en tenedores.

Invisible, ciego, o simplemente solo: da igual. El verdadero peligro no es el vacío del octavo piso, sino descubrir que, incluso rodeado de gente, sigues caminando solo.

Share: Facebook Twitter Linkedin
Dragon
julio 15, 2025 | Fer Mavec

Cómo entrenar a tu dragón: La resiliencia que te enciende… en llamas

La resiliencia.
Esa palabra elegante que los psicólogos usan para decir: “aguanta vara sin quejarte tanto”.
Los emprendedores la ponen en sus bios como si fuera un músculo abdominal: “CEO con alta resiliencia, low carb y mindset disruptivo”.
Y tú te la crees… hasta que la vida te escupe fuego.

Así que aquí va la verdad:
La resiliencia no se entrena.
No es crossfit emocional.
Es más como tener un dragón interno.
Y no hablo de la mascota amigable de Cómo entrenar a tu dragón, ese lagarto volador con nombre de peluche.
No, no.
Tu dragón real es más tipo Balerion el Terror Negro, ese de Game of Thrones que era tan enorme que tapaba el sol y tan impredecible que ni su jinete dormía tranquilo.

Ese es tu dragón:
La ansiedad, el miedo, la incertidumbre, la presión de saber que si hoy no haces nada, nadie lo hará por ti.
Y sí, puedes ponerle nombre, puedes leer libros, puedes hasta hablarle bonito.
Pero ese cabrón te escoge a ti.
Y cuando se le da la gana, te prende en fuego como si fueras un pinche pollo en rosticería.

Pero —y aquí está la parte jodidamente maravillosa— también es el que te recuerda quién eres.
Que no eres espectador.
Eres jinete.
Montas esa bestia.
A veces con gracia, otras con gritos.
Y sí, a veces como guerrero épico, y otras como la Khaleesi en crisis hormonal.
Todo depende de cómo se levante tu género emocional ese día.

Entrenar la resiliencia es entonces montar a ese dragón todos los días, sabiendo que:

  • Vas a oler a humo.
  • Te vas a quemar.
  • Vas a querer bajarte.
  • Y nadie va a venir a rescatarte.

Pero también vas a volar.
A ver cosas desde otra perspectiva.
A descubrir que no eres fuerte porque puedes con todo, sino porque sigues avanzando cuando todo dentro de ti grita “me quiero largar de aquí”.

Mi dragón me ha escupido fuego en medio de lanzamientos fallidos, bugs imposibles, bajones de energía, silencios eternos, y esa cosa llamada “realidad mexicana”.
Y sin embargo, lo sigo montando.
No por valiente, sino porque ya no hay dónde bajarse.
Y porque una vez que sobrevives la primera quemadura… aprendes a oler el fuego antes de que llegue.

La resiliencia no se mide por cuántas veces caes, sino por la capacidad de mirar al dragón a los ojos y decirle:
«Sí, otra vez tú. Ya sé. Vamos. Pero esta vez… con casco.»Así que no entrenes a tu dragón.
Entrénate para no bajarte.
Para aguantarle la mirada.
Y para recordarle que por más fuego que tenga… tú sigues aquí.
Con la silla derretida, los nervios fritos… pero las riendas bien agarradas.

Share: Facebook Twitter Linkedin
Emprender con IA
julio 14, 2025 | Fer Mavec

Gracias, IA, por ser mi becario eterno (y nunca pedirme aumento)

¿Ya les hablé de la soledad al emprender?
Bueno, olviden todo eso.
No estoy solo.
Tengo un grupo de becarios que trabajan 24/7, no piden sueldo, no se enferman, no toman café de soya y no se ofenden si les digo que lo que hicieron es una reverenda estupidez.
Se llaman ChatGPT, Copilot, Claude y demás inteligencias artificiales con nombres que suenan a boyband robótica.

Y sí, hacen más tonterías que mi perro Benji cuando lo dejo solo en casa con acceso libre al bote de basura.
Pero, al menos, son útiles.

ChatGPT es mi asistente editorial, terapeuta mal pagado, editor de ideas, generador de estructura, y —cuando le da la gana— hasta me ayuda a escribir código.
No bien, claro.
No sin errores.
A veces me entrega funciones que parecen escritas por un duende ebrio con complejo de Dios.
Pero está ahí.
Y eso ya lo hace mejor que muchos freelancers que desaparecen cuando más los necesitas.

La IA me ayuda a ordenar mis ideas, que normalmente están tan enredadas como la mente de Alicia en el País de las Maravillas… pero con menos té y más desesperación existencial.
También me lee en voz alta la documentación técnica, que para un ciego es básicamente el octavo círculo del infierno —sí, ese que Dante omitió por respeto a los desarrolladores.

Pero lo mejor de la IA no es lo que hace, sino lo que me permite no hacer.
Me evita tareas repetitivas, me filtra ideas, me resuelve dudas, me entrega borradores.
Eso sí: siempre tengo que revisar su trabajo.
Porque no hay día que no me rompa algo.
Le pido que cambie el tamaño de un encabezado y termina reescribiéndome todo el flujo de conversación del chatbot como si fuera fan de la anarquía digital.

La IA es como ese becario entusiasta que hace TODO… excepto lo que le pediste.
Te ayuda, claro. Pero te obliga a estar alerta.
Te da superpoderes… pero con manual de advertencias pegado en la frente.
Y a veces, a veces, te hace dudar si no sería más rápido hacerlo tú desde cero.
(Respuesta: sí, pero qué hueva.)

Ahora bien, pongámonos serios un segundo —solo uno.
Usar inteligencia artificial en mi día a día como emprendedor no significa que delegue mi cerebro.
Significa que uso las herramientas disponibles para hacer más con menos.
Menos tiempo, menos energía, menos salud mental.
Y no porque sea flojo, sino porque ya estoy suficientemente jodido como para perder horas resolviendo cosas que una IA puede resolver mal… y yo corregir rápido.

Lo diré claro para quienes andan vendiendo promesas románticas de IA emocional:
la IA no es tu novia, perdedor.
No te ama. No te entiende. No te admira.
Pero te puede ayudar a que tu app funcione, tu idea tenga estructura y tu cabeza no explote antes del almuerzo.
Y eso, en este mundo, ya es suficiente compañía.

Así que sí: a veces ChatGPT se equivoca.
A veces inventa. A veces delira.
Pero ahí está. Siempre.
Esperando que le pidas algo, como un perro leal, solo que con menos carisma y más sintaxis.¿Soledad al emprender?
Claro.
Pero con un ejército de IA a mi servicio, empiezo a pensar que lo único que me falta… es un poco más de paciencia.
Y quizás, un becario humano que al menos entienda los chistes.

Share: Facebook Twitter Linkedin
Emprender con IA
julio 13, 2025 | Fer Mavec

Celebrar que un botón cambió de color: o cómo no volverse loco mientras construyes algo que aún no existe

Hay días en los que avanzo tanto en GlucoMentor que siento que merezco una estatua.
No de bronce. De pan dulce. Para poder comérmela al terminar y subir el azúcar en el proceso.
Pero la mayoría de los días… celebro que un botón cambió de azul a azul más bonito.
Y eso, amigo mío, es un triunfo.

Porque cuando estás construyendo una app, solo, con IA, visión nula y paciencia emocional en modo ahorro de batería, cualquier microavance es una jodida fiesta griega.
Le cambio el color a un botón: me sirvo un café como si hubiera ganado un Pulitzer.
El texto de AiDA se actualiza con lógica coherente: pongo música épica y me imagino dando un keynote inventado.
El modelo de lenguaje deja de responder como si fuera un mesero confundido: lloro un poco, pero de emoción.

Y sí, a veces ese mismo feature se rompe al día siguiente.
Porque claro, esto es software.
Todo lo que funciona hoy es una mentira que explota mañana.
¿Creías que ya resolviste un bug?
Prepárate: dejó crías.

Pero cada avance, por mínimo, me recuerda que esto está avanzando.
Aunque nadie lo vea.
Aunque nadie lo aplauda.
Aunque el único testigo sea Benji, que solo voltea a verme cuando levanto los brazos y grito:
«¡AI-DIOS mío, FUNCIONÓ!»

La grandeza de estos momentos no está en el código.
Está en que sigo aquí.
Que no cerré la laptop.
Que no me rendí cuando el JSON se descompuso o el LLM contestó como si tuviera hipo sintáctico.

Es como construir una catedral con palillos de dientes.
Uno por uno.
Y celebrar cada vez que uno no se cae.

Y sí, desde fuera se ve ridículo.
Pero eso es porque los demás no están en esta trinchera absurda donde una línea bien escrita puede cambiar tu ánimo, y un error tipográfico puede destruir tu fe en la humanidad.

Así se hace una app.
No con glamour.
Con migajas de progreso.
Con euforia por detalles que nadie notará.
Con el delirio necesario para decir: “esto vale la pena”, justo después de arreglar un bug que tú mismo metiste sin darte cuenta.

GlucoMentor se está haciendo así.
Paso a paso. Bit a bit.
Entre avances minúsculos, retrocesos dramáticos y celebraciones internas que harían llorar de ternura a cualquier terapeuta de burnout.

Porque al final del día, eso es construir algo real:
Saber que los grandes logros están hechos de pequeños milagros…
…como un botón que, finalmente, se ve como tú querías.

Share: Facebook Twitter Linkedin
El cuerpo falla
julio 12, 2025 | Fer Mavec

Alejandro Magno en hipoglucemia: cuando el cuerpo es tu peor traidor

Imagina lo siguiente…

Gaugamela. Año 331 a.C.
Miles de soldados. Estrategias diseñadas al milímetro.
Darío III en su carruaje con más lujos que un narco en Las Lomas.
Y Alejandro Magno, el gran conquistador, el hijo de Zeus (según su mamá, que claramente tenía issues), al frente de su ejército.

Todo está listo.
Las tropas alineadas. La caballería inquieta. El viento sopla heroico.
Alejandro alza la espada, va a dar la orden de cargar…
…y de pronto, le tiemblan las manos.
El sudor le escurre.
Ve borroso. Se le nubla el juicio.

No es misticismo.
No es un presagio.
Es una puta hipoglucemia.

El gran Alejandro Magno, el mismo que cruzó el Helesponto sin GPS, está teniendo una baja de glucosa en plena batalla.
Y nadie lo sabe.
Nadie sospecha que ese silencio repentino no es una estrategia brillante… sino el cerebro apagándose como antorcha bajo la lluvia.

Sus generales lo miran.
—¿Atacamos ya, mi señor?
—¿Qué? ¿Quién dijo eso? ¿Soy… una gallina?

Alejandro ve a Darío como una sombra amorfa.
Cree que el escudo de su enemigo es una rebanada de pan.
Intenta subir al caballo, pero abraza una roca.

Uno de los escuderos, desconcertado, le ofrece agua.
Otro le da dátiles.
Uno más sugiere que invoquen a Apolo.
Todos están perdidos.
Alejandro está al borde del colapso.
Y Darío… sigue ahí, esperando que el enemigo lo enfrente y no se derrumbe en cámara lenta.

Bienvenido al infierno privado del cuerpo que no coopera.
La escena es ridícula.
Y por eso es precisa.

Porque así se siente vivir en un cuerpo que, por razones misteriosas y bioquímicamente jodidas, decide que hoy no.
No importa si tienes visión, liderazgo, ejército o plan.
Si el cuerpo se desconecta, te arrastras.
Y lo haces sin gloria, sin banda sonora, sin nobleza griega.

Porque cuando el cuerpo no coopera, no hay épica.
Hay pánico. Hay caos.
Y tú, tratando de mantener la dignidad mientras te preguntas si eso que sientes es una baja… o una maldición de Hera.

Y sin embargo —igual que Alejandro ficticiamente hipoglucémico— te mantienes.
A ratos sentado. A ratos fingiendo que todo está bajo control.
Esperando que los dátiles surtan efecto y puedas volver a la batalla.

Así es vivir con un cuerpo que juega en contra:
Tomar aire. No rendirte.
Y volver, aunque sea arrastrándote, a levantar la espada cuando el azúcar suba de nuevo.

Porque sí, a veces eres el conquistador.
Pero otras, apenas eres el que intenta recordar su nombre mientras su cuerpo se apaga.Y aún así, peleas.
Esa es la verdadera victoria.

Share: Facebook Twitter Linkedin
Ansiedad y Decisiones
julio 11, 2025 | Fer Mavec

Tomar decisiones con ansiedad es como jugar ajedrez en llamas… y sin ver el tablero

La ansiedad es esa asesora de decisiones que nadie contrató pero siempre aparece.
La que te susurra al oído en cada bifurcación: “elige mal, elige peor o quédate paralizado mientras el mundo arde”.
Y tú, como buen CEO de tu existencia medio funcional, le haces caso porque, total, ¿quién necesita paz mental cuando puede tener cortisol a libre demanda?

Yo, por ejemplo, tomo decisiones como quien camina sobre cristales con los pies descalzos: sabiendo que cada paso va a doler, pero fingiendo que es parte del crecimiento.
Y lo peor es que ya tengo años de experiencia.
Porque la ansiedad y yo no somos amigos.
Somos exes tóxicos que nunca se terminan de bloquear del todo.

Desde que perdí la vista, la cosa se puso peor.
Los sonidos se volvieron granadas sensoriales.
Un restaurante lleno no es “ambiente”, es Vietnam con tenedores.
Y un evento social no es una reunión, es una emboscada auditiva con olor a perfume barato y traumas sin resolver.

¿Y qué hago ante eso?
Evitarlo todo, por supuesto.
Gran técnica de liderazgo: aislarse hasta que las decisiones ya no impliquen interacción humana.
Si no hay gente, no hay conflicto.
Si no hay conflicto, no hay ansiedad.
Y si no hay ansiedad… ja, claro, ni en mis mejores simulaciones.

El problema es que liderar —ya sea un proyecto, una empresa o tu maldita vida— implica decidir.
Y decidir implica exponerte.
Y exponerte, si tienes ansiedad, es como quitarte la ropa en un cuarto lleno de jueces con megáfonos.

Así que mi proceso decisional suele tener este flowchart:

  1. Piensa en la decisión.
  2. Imagina todas las formas en las que puede salir mal.
  3. Imagina cómo todos se van a decepcionar.
  4. Recuerda algo vergonzoso de hace 15 años que no tiene relación pero igual da pena.
  5. Paralízate 40 minutos.
  6. Decide lo que ya sabías que ibas a hacer.
  7. Cúlpate por no haberlo hecho antes.

Y aún así, funciono.
Porque he aprendido a liderar con ansiedad, no contra ella.
Como quien maneja con el freno de mano puesto, pero aún llega.
Lento, ruidoso, con olor a neumático quemado… pero llega.

¿Es eficiente?
No.
¿Es real?
Más que cualquier libro de autoayuda con portada azul cielo.

Porque la ansiedad no desaparece con afirmaciones.
Se gestiona con humor, con estructura, con saber que tal vez vas a tomar decisiones de mierda… pero al menos no por omisión.

Y sí, a veces me aíslo.
Porque el mundo duele.
Y porque el liderazgo que no contempla la fragilidad es pura actuación con PowerPoint.

Pero también sé que decidir, aunque sea temblando, es mejor que quedarte esperando que alguien más te salve.

Obvio, no viene nadie.
Y si viene, seguro trae una opinión que no pediste.Así que sí: mi liderazgo es ansioso, contradictorio, emocionalmente agotado…
…pero al menos es mío.
Y eso, créeme, ya es mucho más de lo que parece.

Share: Facebook Twitter Linkedin
Democratizar
julio 10, 2025 | Fer Mavec

Democratizar la salud no es repartir curitas: es patear mesas donde sobran Excel y faltan personas

Hablemos de disrupción.
No la versión LinkedIn donde un güey con chaleco dice que vender agua alcalina con IA es “cambiar paradigmas”.
No. La disrupción de verdad.
La que incomoda. La que pregunta por qué seguimos haciendo las cosas como en 1998 pero con pantallas más brillosas.

Y en salud, disrumpir ya no es lujo. Es urgencia. Es casi triage ético.
Porque mientras más apps fitness aparecen con frases motivacionales y fotos de yogurts felices, la diabetes sigue cobrando piernas, ojos y dignidad.
Pero eso sí: todos con su pulsera inteligente de $5,000 para “medir pasos”.

GlucoMentor nace de ahí: del hartazgo funcional.
Todavía no es el gran oráculo de la glucosa. No predice tu futuro, ni reemplaza al endocrino, ni te dice cuántas tortillas puedes comer sin colapsar.
Pero ya hace algo importante: te ayuda a no perder el piso.
Literal.
Porque perder el piso, con diabetes, no es metáfora. Es diagnóstico.

¿Y cómo lo hace? Con IA.
Sí, con modelos de lenguaje.
No para hacer poesía ni para contarte cuentos de autoayuda, sino para simplificarte la vida cuando la vida ya viene complicada de fábrica.

¿No sabes cómo interpretar tu registro? La IA lo traduce.
¿Te sientes perdido? Te guía.
¿Te estás saboteando sin darte cuenta? Te lo dice.
Y todo esto, sin pedirte que aprendas endocrinología, nutrición y psicología conductual al mismo tiempo mientras sobrevives la semana.

Porque democratizar la salud es eso:
Dar acceso a inteligencia aplicada que te permita vivir mejor antes de que te corten los pies, no después.
Y hacerlo sin que tengas que pagar suscripciones más caras que tu tratamiento.
Sin que necesites inglés técnico.
Y sin que nadie te hable como si fueras un idiota por no entender tu propia enfermedad.

¿Está GlucoMentor ahí ya?
No.
Pero va.
Cada línea de código, cada prueba con usuarios, cada error corregido… va.
Y eso ya incomoda.
Porque el sistema está hecho para mantenerse igual, no para que venga un cabrón desde su cuarto, con un LLM, y diga: esto no basta.

Usamos IA no porque sea moda, sino porque es lo único que responde sin pedir licencia institucional.
Y porque si va a haber algoritmos, que al menos sean usados para salvar pies, no para vender seguros disfrazados de bienestar.

Así que sí: democratizar la salud es una palabra grande.
Pero a veces empieza con algo pequeño: una app que no da discursos, pero sí herramientas.

Y si eso molesta, mejor.
Las revoluciones útiles nunca empiezan con aplausos.

Si quieres formar parte de los usuarios que ya están probando GlucoMentor, envía un correo electrónico a fer@glucomentor.io

Share: Facebook Twitter Linkedin
Vivir con Diabetes
julio 9, 2025 | Fer Mavec

Un día típico con diabetes y ceguera

6:00 am.
Suena la alarma y no prendo la luz.
No por misticismo zen ni para ahorrar energía.
Simplemente porque… ¿en serio? ¿Para qué?
No ver es un gran ahorro energético, ambiental y emocional.
Además, la oscuridad ya viene integrada.

Saco a pasear a Benji, mi perro y compañero de ruta.
No guía, compañero. Porque si esperas que me guíe, acabamos los dos en el periférico.
A esta hora no hay coches, no hay ruido, no hay idiotas grabando TikToks a media acera.
Solo yo, Benji, y el oído funcionando como sonar de submarino mal calibrado.

Regreso. Preparo mi día.
Desayuno algo decente, más por disciplina que por ganas.
Pongo las noticias para enterarme de cómo planea destruir la 4T el país hoy.
A veces me pregunto si AMLO tiene un generador de caos aleatorio.
Hoy: cancelar algo útil. Mañana: enojarse con un país extranjero. Pasado: comparar a Benito Juárez con Iron Man.

Me pongo la insulina.
Para eso uso el celular con zoom nivel telescopio de la NASA, porque entre la ceguera y el diseño moderno de los números en las plumas, medir bien la dosis es como intentar operar una bomba con guantes de box.

Ejercicio en casa. Porque me gusta no morir atropellado.
El mundo exterior es una pista de obstáculos para los que vemos con el alma.
Además, no hay gimnasio que entienda lo que es tropezarte con un step y con tu propia frustración.

Luego viene el trabajo: codear.
Una actividad solitaria, técnica, mental… perfecta para alguien que ya vive como ermitaño con WiFi.
Pero sí, programo. Sin ver. Con lectores de pantalla, memoria muscular y un odio muy funcional hacia las interfaces mal hechas.

A las 2 como.
Siempre con el reloj en una mano y el sensor de glucosa en otra.
Comer con diabetes es como negociar con un cártel: todo puede salir bien… o te secuestran el páncreas.

Luego regreso a escribir, investigar, afinar ideas.
A las 4:30 Benji tiene su segunda salida express.
No porque no lo quiera, sino porque afuera ya hay ruido, coches, gente con audífonos, patinetas, niños gritando y otras amenazas para la estabilidad emocional.

Cierro el día con audiolibros, algún podcast sobre cómo mejorar productos o simplemente pensando en nuevas formas de hacer que GlucoMentor no sea solo una app… sino una puta navaja suiza contra la indiferencia clínica.

Y por la noche, para cerrar con elegancia, me aviento un capítulo de Daredevil.
Porque sí, hasta los ciegos necesitamos héroes.
Y si él puede madrearse a diez tipos sin ver, yo puedo al menos corregir un bug y sobrevivir otro día sin colapsar.

Así es un día típico.
Sin épica.
Sin música inspiradora.
Pero con algo que muchos no entienden: estructura. Lucha. Ternura de perro. Sarcasmo. Y sí, muchas ganas de seguir, aunque sea solo para ver cómo termina esta serie.Y si no veo cómo termina…
al menos que me lo cuente alguien que sepa hacerlo bien.

Si quieres ser parte de los usuarios que ya están probando GlucoMentor, manda un correo a fer@glucomentor.io

Share: Facebook Twitter Linkedin
Comunidad
julio 8, 2025 | Fer Mavec

¿Agorafobia? La importancia de la comunidad al construir algo

Confesión incómoda: yo no creo en la comunidad.
O al menos, no creía.
Siempre fui más de la escuela “hazlo tú mismo, no le debes nada a nadie, nadie vendrá a salvarte”.
Sí: la filosofía de la independencia radical. Del individuo como unidad sagrada.
La misma que te hace pensar que pedir ayuda es una debilidad, y que si te va mal, es tu culpa por no leer más libros de Naval Ravikant.

Spoiler: no es tan simple.
En la salud —y sobre todo en la enfermedad crónica— hay momentos donde tu libertad individual vale menos que una recomendación de TikTok.
Porque cuando tu cuerpo decide boicotearte, el heroísmo solitario se vuelve masturbación emocional.
Y créeme: no hay app que lo arregle si no hay otros ahí para levantar el desmadre contigo.

No estoy diciendo que ahora sea un hippie de fogata y abrazo gratuito.
Sigo creyendo en el mérito, la autonomía, el derecho a decir “no quiero compartir esto”.
Pero también aprendí —a putazos, claro— que hay cosas que solos no se sostienen.
Y que la salud, aunque se viva en primera persona, se sobrevive en comunidad.

No me refiero a colectivismos delirantes donde todos somos uno y nadie es responsable de nada.
Eso me da alergia.
Me refiero a la comunidad real.
La que te presta una tira reactiva cuando no tienes.
La que entiende que no puedes comer “lo que sea” en la fiesta y no te jode.
La que responde tu mensaje a las tres de la mañana cuando estás teniendo un bajón de glucosa y te sientes como un mueble mal conectado.

En GlucoMentor, por ejemplo, estamos empezando a ver eso:
Gente que no se conoce, pero que se apoya.
Personas que no comparten ideología, pero sí un cuerpo que amenaza todos los días con colapsar.
Y en ese espacio, sin discursos, sin banderas, sin discursos de marketing emocional…
…pasa algo profundamente humano: acompañar sin imponer.

No porque “la comunidad es amor”.
Sino porque, aunque seas el lobo solitario más hardcore, tarde o temprano te rompes.
Y cuando te rompes, más vale que haya alguien que sepa cómo recogerte.

Lo irónico es que ese tipo de comunidad no se construye con hashtags ni pancartas.
Se construye con presencia. Con honestidad.
Con gente que no te juzga por estar mal, ni te exige que finjas estar bien.

Y eso, aunque joda admitirlo, vale más que cualquier filosofía individualista llevada al extremo.
Porque el problema no es creer en uno mismo.
El problema es creer que eso basta.

¿Sabes cuándo me di cuenta?
Cuando, después de tanto insistir en hacerlo todo solo, alguien me dijo:
“Fer, no eres débil por necesitar ayuda. Eres un necio si crees que no la mereces.”

Me dolió. Y tenía razón.

Así que sí, sigo creyendo en el valor del individuo.
Pero aprendí que el que se aísla por orgullo, termina siendo libre… para colapsar en silencio.

La salud no es un deporte extremo.
Es una red.
Y por más que te encante andar sin arnés, más vale que haya alguien abajo.
Por si resbalas.
Por si dudas.
O por si simplemente ya no puedes más.La comunidad no te salva.
Pero te sostiene.
Y a veces, eso es más importante.

Si quieres formar parte de los usuarios que ya están probando GlucoMentor, envía un correo a fer@glucomentor.io

Share: Facebook Twitter Linkedin
Tengo Miedo
julio 7, 2025 | Fer Mavec

Tengo miedo de fracasar. Y también de no intentarlo. Así que me jodo

Hablemos del miedo a fracasar.
Ese compañero fiel. Ese roomie emocional que nunca lava los trastes y vive rent free en tu pecho.
Muchos dicen que lo enfrentan con meditación, journaling, mindset positivo.
Yo me lo trago como si fuera tequila: sin sal, sin limón, y con el estómago vacío.

No lo enfrento.
Me cago de miedo.
Cada día. Cada línea de código. Cada prueba de GlucoMentor. Cada vez que alguien me pregunta “¿y cómo va tu app?”.
Tengo que contenerme para no contestar: “va… como una persona en llamas que aprendió a caminar sobre brasas mientras hace malabares con cuchillos y deudas.”

Porque fracasar no me da miedo por el fracaso en sí.
Me da miedo por la escena del fracaso.
Ya sabes: el silencio incómodo.
La mirada de lástima.
El “yo te dije” dicho con esa sonrisa pasivo-agresiva de quien nunca ha hecho nada, pero siempre tiene razón cuando tú caes.

Estrategias para lidiar con eso:
Cero.

No tengo técnicas de respiración.
No tengo mantras pegados en el espejo.
Lo que tengo es una combinación bastante funcional de ansiedad, desensibilización emocional y sentido del humor tan oscuro que si lo analizas bien, probablemente estoy llorando por dentro con cada chiste.

Lo que sí tengo es esto:
nada que perder.

Cuando ya te arrancaron la vista, te quitaron una parte del cuerpo y te dijeron más veces “vas a tener que adaptarte” que “feliz cumpleaños”, el miedo cambia de color.
No desaparece. Pero ya no paraliza.
Se vuelve como un jefe culero: lo odias, pero lo conoces tan bien que sabes cómo hacerle el mínimo indispensable para seguir en la nómina.

Así que cada que pienso: “¿y si GlucoMentor fracasa?”, la respuesta es:
“Pues sí, probablemente. Pero al menos no me rendí como los que se esconden detrás del perfeccionismo y nunca publican nada.”

¿Quieres saber cómo sigo adelante?
No porque crea que va a salir bien.
Sigo porque, honestamente, es lo único que tengo.
Y porque si ya estoy hecho mierda por dentro, al menos que esa mierda sirva para abonar algo.

Fracasar no me da miedo por mí.
Me da miedo por los otros: los que creen en esto.
Los que prueban la app. Los que están igual o peor.
Y eso es lo que me mantiene en movimiento. No la esperanza.
La responsabilidad.
Esa hija de puta que nunca te aplaude, pero siempre te empuja.

Así que sí, tengo miedo.
Pero también tengo rabia, una laptop, y un historial médico que grita “hazlo ya, cabrón, que no hay tiempo”.

Fracasar es casi seguro.
No intentarlo es imperdonable.

Y yo… al menos quiero fracasar de frente, con estilo, y dejando algo que valga la pena.

Aunque sea este texto.

Si quieres ser parte de los usuarios que ya están probando GlucoMentor, envía un correo electrónico a fer@glucomentor.io

Share: Facebook Twitter Linkedin